jueves, 1 de enero de 2015

Enrocad a La Reina


Parte Tercera. La Reina.

Era una noche espesa como un pensamiento recurrente. La luna se elevaba poco a poco, apartando estrellas y desgajando nubes en su creciente avanzar, mientras su influjo esparcía migajas de luz sobre la vasta planicie del tablero.

Hasán no podía dormir. Su mente se debatía en voces y su alma se agitaba como espuma de oleaje. Se sentía quemar por dentro. Las revelaciones de aquella vigilia eran hielo e incandescencia; luz y abismo; espacio y suelo; un contrapunto perverso que dinamitaba todo lo creíble. Su rey era un traidor y la guerra una falacia. No existía conquista ni victoria, no había paz ni territorio a ganar. Sólo un trueque maldito a cambio del vacío.

Las manos le ardían y el pecho subía y bajaba con la fuerza del desboque. Acostado en su catre, se sentía inquieto y fiero. Se irguió y se frotó la cara con las manos. Levantó la vista y parpadeó. Por las telas de la tienda se escapaban átomos de luz lunar. Puso los pies en el suelo y se levantó. Necesitaba alimentarse de aire.

En el exterior, la calma se desparramaba en forma de bolitas que recorrían el suelo conteniendo ronquidos. La tropa dormía placida y su dormitar se unía al crepitar de la tierra y al timbrar monótono de los insectos que poblaban la estepa. Sombras de luz agitaron la bóveda celeste mientras un trueno estampó bramidos en el horizonte. Levantó la vista y respiró el viento cambiante. Probablemente aquella noche iba a llover.

Zarandeó sus pasos hacia puntos descoordinados entre aquí y ningún lugar. Se hizo pasajero de vigilias y caminó alrededor del campamento como un sonámbulo consciente. Sentimientos y voces trepaban por sus vísceras y surcaban sus túneles de sangre. Apretaba los puños con fuerza y los abría con la intención de liberar la energía que le impedía calmarse.

Se sentía morir por momentos. Odiaba tener que contemplar como una piedra preciosa era denostada. Por qué alguien era incapaz para hacer valer un valor valioso. No podía permitir que aquello sucediera. No podía dejar que su Reina fuera moneda de cambio. Pero se reconocía a sí mismo amargamente desolado ante la cabalgante impotencia que le abrumaba las sienes.

No sabía qué hacer.

Llegó hasta su roca y se sentó en ella. Meditabundo, su mirada se perdió entre restos de estepa abierta. Se mantuvo allí, quieto, durante un largo rato. Sobre él, a miles de kilómetros de altura, la noche cosió nubes con hilo de relámpago. El predio se ensombreció y guturales aullidos de tormenta traquearon un cielo cálido y agitado. Ausente, Hasán latía con ardor.

Poco a poco, la noche se decidió a decantar agua. Lágrimas nubadas perecían en su devaneo hacia el terreno e impregnaban el ambiente de un creciente y tupido olor musgoso. Gotas como dagas suaves que restallaban contra el cuerpo candente e inmóvil de Hasán. Ajeno al empaño que la lluvia producía en su ser, fue sin embargo consciente de un sonido que le resultaba particularmente familiar.

El relincho de un caballo se expandió entre el chipchopear del aguacero circundante. El animal había sido despertado con prisa y su inquietud en el relinchido indicaba que intuía su monta de manera inminente. Hasán se levantó y corrió agazapado en busca del corcel. No era algo normal a aquellas horas de la madrugada. Pronto, junto a los establos, divisó la figura majestuosa de un alazán blanco. A su lado, un hombre ataviado con ropajes oscuros se disponía a montar en él. Puso el pie derecho en un estribo y se impulsó para subir. De inmediato, partió hacia la espesura hundiéndose en el negror de la noche.

No necesitaba nada más para saber quién era. Conocía el caballo y conocía por las formas de su cuerpo, la identidad de aquel hombre que salía a cabalgar en la noche.

El sultán.

Hasán se quedó quieto durante unos minutos contemplando el horizonte nocturno. Su mirada, charqueada por la lluvia, se afiló para tratar de distinguir el trote del caballo entre las sombras. Intuía hacia donde iba. Imaginó a qué. Un pacto iba a ser sellado esa noche.

Con paso quedo, se aproximó hasta la jaima real. Deambuló alrededor. Todo estaba en calma. Se detuvo ante la puerta y un pálpito le hizo temblar. Sabía que podían matarle por sus pensamientos, pero deseó con todas sus fuerzas que ella apareciera en la puerta. Esperó largo rato, en silencio, dejándose impregnar por una lluvia que lentamente escarchaba su cuerpo. Los pies atados a su portal.

Pero ella no salió.

Hasán resignó su alma e inició el camino de vuelta a su cama. Fue al pasar junto a la parte de atrás de la jaima, que unas telas se descorrieron dibujando una silueta en la tenue luz lunar.

Era Ella.

La Reina.

Llevaba un camisón blanco anudado a la cintura con cuerda. El pelo, largo, lacio, caía enmarañado sobre sus hombros y su pecho. Sus formas exquisitas se adivinaban bajo el ropaje. Su mirada era profunda como una posesión.

Se contemplaron durante un tiempo en el que en silencio se dijeron muchas cosas. Un tiempo laxo como una apetencia. Un tiempo tras el cual, ella le tendió una mano.

Y él se aproximó.

Reina y Soldado entraron de la mano en la jaima y las telas interpusieron un muro entre el resto del mundo y ellos. Se miraron de nuevo largamente. La Reina se situó frente a él y puso sus manos sobre el pecho de él, acariciando la camisa empapada. Él la miraba con mirada penetrante y fija, mientras gotas de agua goteaban de los mechones de su pelo. La camisa, pegada a su piel, dejaba entrever su pecho firme, musculado, ligeramente velludo. En el silencio de la noche, el sonido de la lluvia que caía se licuaba entre el creciente fluir de la respiración intensa de ambos.

Reina y Soldado se besaron. Sus labios se buscaron con pasión. Sus bocas fue lo primero que entrelazaron. Y sus lenguas. Luego, le siguieron las manos. Los brazos. El cuerpo. Un beso tras otro beso. Tras otro. Mordiéndose, paladeándose. Entremezclándose en besos largos. Un beso sucesivo, voraz. Como si necesitaran cada beso para poder vivir. Respirar por los labios, morir de aire.

Se separaron un instante y se contemplaron. Ella desabrochó uno a uno los botones de su camisa y le despojó de ella. Él puso su mano derecha en la cadera de ella y la apretó contra su cuerpo, besándola de nuevo. Ella gimió desde la profundidad de su boca encadenada. Sintió placer en aquel gesto. Sintió ganas en el cuerpo de él.

Él desanudó la cuerda que acordonaba a la Reina para, lentamente, abrir ropajes, desplazarlos hacia los costados, acariciar con sus manos la piel, que ya estremecía, mientras la ropa se rendía a su avanzar y dejaba espacio.  Con un gesto leve desde los hombros, desprendió la prenda y ésta desvaneció en los pies.

Extasiado, él contempló el cuerpo desnudo de ella. Ella se dejó mirar. Su piel cobriza, moldeaba formas túrgidas. Su cuello largo y fino. La cadencia precisa de sus hombros. Sus pechos firmes, excitados, selectos. La turbia calidez de su vientre. La exacta redondez de su ombligo. Sus caderas de formas fluviales. Las laderas interminables de sus piernas. La delicada ternura de sus pies.

La acarició con tacto milimétrico, con temor a quebrar algo precioso. Las manos calientes de él recorrieron su piel adentrándose en tundras, sabanas, mares y océanos de piel. Llegó a sus nalgas y sus manos saborearon su perfecta turgencia. Rotaron sobre cada una de sus nalgas como queriendo abastecerse, aproximarse al placer que sugerían.

Él levantó la vista y sus ojos abisales encontraron los de ella. Se besaron de nuevo. Largo. Suave. Con deguste.

De pie, en medio de la alcoba, ella abandonó su boca y besó su incipiente barba, la base de su mandíbula, su cuello, el precipicio de su pecho. Descendió quedamente por su vientre, besando sus abdominales extremadamente marcadas, mientras sus manos apercibían el desbocado de la respiración de él y se enredaban suavemente entre su vello. Siguió bajando y besó las lindes de su cadera. Él la contemplaba hacer, acariciando su largo pelo azabache.

Ella descorrió el nudo que sujetaba el pantalón de él y se ayudó de ambas manos para correrlo hacia los pies. El miembro de él se irguió altivo y grueso, viril. Ella lo tomó entre sus manos y lo acarició. Él tembló en su presagio.

Un rayo destelló en el horizonte y su luz penetró en la estancia a través de las lonas de la jaima, en el momento en que ella se decidió a probar el miembro de él. Lo hizo con cadencia, lamiéndolo lentamente e introduciéndolo con un ritmo acompasado en su boca. Él sintió la humedad circundarle y el cálido movimiento de sus labios ensalivar su miembro por entero. La lluvia acrecentó su ritmo; gotas enormes impactaron sobre el techo de la cámara. Y ella se movió con la lluvia. Él se sintió flotar en la luz crepuscular.

Absorto, ido, transportado a un lugar lejano, él la detuvo en el momento en que una sacudida de placer emergió de las entrañas de su cuerpo. La sujetó con sus manos y la elevó, irguiéndola firmemente y transportándola en un suave movimiento hacia la cama. Era un lecho enorme, amplio como una sabana, mullido como el vientre de un animal salvaje.

Él se situó sobre ella y la contempló un instante. Se miraron a los ojos por momentos gustosos cargados de fulgor. Deslizó sus manos sobre su cuerpo y la besó en la boca. Besos largos e intensos,  como una caída libre, como una victoria voraz, como un desmedido anhelo de más. Abandonó la boca de labios carnosos de ella y se adentró en su cuerpo. Depositó besos en cada centímetro de piel; descendiendo lentamente, elevándose en cada pecho en la búsqueda de los pezones, circundándolos, paladeándolos, haciéndolos crecer y enloquecer. Trazó un camino de besos que dibujó ríos entre las costillas, alcanzando el ombligo, dejando que su lengua jugara con él. Sus manos inundaron de caricias el cuerpo de ella, haciendo emerger sensibilidad incontrolada en cada poro de piel. En su descender, su boca encontró el sexo de ella. Se detuvo un momento y contempló como la respiración de ella se hacía más exhausta.

Un instante después, ella se arqueó de placer.

Él lamió su sexo exquisito. Con las manos recorriendo las caderas, los costados,  el vientre y el pecho de ella, él paladeaba el íntimo sabor. Su lengua recorrió labios verticales. Se adentró en el fluir de ella buscando su punto goloso. Y lo encontró, haciendo que ella se revolviera gustosa. Se detuvo un instante y contempló latidos bombeados desde el corazón estallar en el sexo de ella. Con cuidado, introdujo un dedo. Lo hizo salir y entrar. Lo hizo girar dentro. Lo hizo palpar. Ella intentó apagar un grito orgásmico. Él Introdujo un segundo dedo. Ambos dedos se movieron independientes dentro de ella. Uno hacia delante y otro hacia atrás, alternándose, cimbrando dentro de ella. Y así la hizo explotar.

A kilómetros de allí, en un lugar iluminado por antorchas y custodiado por espadas, un trato estaba siendo cerrado. La paz era comprada poniendo precio a una mujer. Dos manos de distante color de piel se estrecharon y un documento fue rubricado. Un brillo de satisfacción resplandecía en los ojos de un hombre. Tras los ojos del otro, el diablo arrancaba el alma a jirones.

Ella gimió un infinito cuando él la penetró. Se sintió llenar, como si un oleaje de goce emergiera desde donde nada es exacto y hacia donde todo explota para hacerla elevar. El ritmo era preciso y cauteloso, pleno de amor y deseo de satisfacer. El oleaje se hizo mar profundo y devastador. En ese movimiento de fuera hacia adentro y hacia fuera, ella necesitó sujetarse a las espaldas de él para no caerse.   

Rodaron sobre la cama y ella se situó sobre él. Él seguía acariciándola con desmesura. Ella le cogió de las manos y las paró sobre la cama, a la altura de su cabeza. Entre la lluvia, se escuchó el susurro calmo de ella, apaciguando su bravía por un instante. Se miraron y él se sintió brillar. La luz nocturna le permitía el espectáculo perfecto del cuerpo erguido de ella. Su largo pelo caía sobre sus pechos como cortinajes. Su vientre liso respiraba placer. Sus caderas se acomodaron mejor sobre el miembro de él. Y así, con ritmo tenue, ella comenzó a cabalgarle.

En aquel momento, la lluvia se detuvo.

Las espadas saludaron a los hombres que salían de la tienda. En la noche, se escuchaba el escurrir del campamento.  Gotas de agua que resbalaban hacia un terreno empapado. El corcel blanco aguardaba con movimientos nerviosos de cola. Los firmantes se miraron de nuevo y estrecharon una vez más sus manos. La reunión finalizaba en aquel gesto.

Era hora de regresar.

La luna desmadejó nubes y se abrió paso entre mantas de algodón suspendido. Junto a ella, miles de estrellas se estremecían, como si hubieran pasado frio durante la lluvia. El haz de luz lunar restalló sobre la Tierra e iluminó la habitación, donde un hombre gemía de placer. Ella le amaba con profundidad, en galopes ciclópeos que le adentraron en tundras incendiadas. Un movimiento selecto y sostenido, que la elevaba para hacer que el miembro de él se adentrara más y más, explorador profundo, perforador enorme, buscador de sensaciones.

En el influjo lunar él la miraba con ardor, contemplando su cuerpo absoluto en lenta cadencia, moviéndose sobre él, gobernándole, procurándole estallidos de placer, provocando el bramido de sus fieras internas, que aún pedían más. Las manos de él la sujetaban con firmeza y la acariciaban durante minutos eternos como confines. Sincopadamente, ella aumentó el ritmo. Él sintió brotar un atisbo de detonación desde su profundidad sexual y quiso detenerla. Pero ella no quiso. Le miró como lo hizo la primera vez que se descubrieron, a través del fuego de la hoguera, ella danzando para él, la intensidad floreciendo en cada poro, la seguridad de saberse poderosos, el uno para el otro, el uno en el otro.

El caballo galopaba raudo de vuelta al campamento otomano. El sultán viajaba sobre él. Con la mirada perdida en la ruta nocturna, se descubrió absorto y ausente. Se dejaba llevar por la monta, mientras su espíritu era devorado por una culpa famélica. Intentaba calmarse con mensajes mentales. El ejército cristiano era poderoso y demoledor. Aquella guerra hubiera entrado en una fase devastadora para el pueblo otomano. El rey cristiano le había prometido una carnicería humana en la siguiente contienda. Sí, el precio pagado era muy alto, pero la imagen de su pueblo arrasado le sobrecogía desmesuradamente.

En la jaima real, Reina y Soldado se dejaron llevar y subieron aún más alto. Se abrazaron sin dejar espacio al aire y se sintieron desbocar. Se amaron profundo y grávido. Rebosándose. Estallando en orgasmos de precipicio. Él la llenó de cascadas y ella flotó al sentir su comba. Miles de voces internas gritaron sus nombres en éxodo. Hubo un último estallido vital que se extendió por su piel hacia las puntas de sus dedos.  Ambos emergieron en lava.

Un instante después, él la notó descender. Acostada sobre el pecho desbaratado de él, ella dibujó una sonrisa dulce como un secreto placer. Besó su vientre y levantó la mirada hacia él para contemplarle regresar. Él la abrazó protector, cálido y hondo como una vuelta al hogar. Acarició el pelo desordenado de ella, que se extendía como seda sobre su espalda desnuda. Los dedos recorrían piel y en tacto, recordaban las sensaciones abismales que sus cuerpos habían sentido. Los pulsos reordenaban vapores del alma.

Un primer rayo de luz solar despuntó en la aurora. Irradió destellos de día nuevo en la bóveda celeste y ofreció resplandores que iniciaron combate con las luces de la noche. Los amantes extenuados contemplaron en silencio el albor entreverse entre las telas de la tienda. El amanecer despuntaba así, cuando el caballo blanco llegó a los establos y detuvo su trote. El jinete descendió torpemente y con gesto cansado, condujo al alazán hacia el interior de las caballerizas. Un dulce aroma a ensoñación cubría a Reina y Soldado que se mimaron casi durmientes. El sultán acarició suavemente a su monta y salió de la cuadra. Sus pasos se adentraron en la noche finalizada y se encaminaron hacia la jaima real. En la cama, Reina y Soldado se besaron de nuevo. Se tocaron de nuevo. El fulgor de la gana les anudó por instantes y se quisieron amar. La hierba regada crujía bajo los pies del sultán en su aproximar a la entrada principal de la jaima. Hasán besó a la Reina y los labios de él recorrieron el rostro de ella en busca del oído cercano. El Sultán entró en la tienda. De pié en la entrada se despojó de su ropa oscura. Cautelosamente, la guardó en un arca. Entre susurros y latidos, Hasán pronunció pasiones y promesas en su lengua natal que hicieron estremecer a la Reina.

Instantes después, el Sultán entraba en la estancia principal. Sus ojos se acuclillaron para adaptarse a la tenue luz y fijar escenas.

La Reina, tumbada en la cama, adormecía plácidamente. El sultán se aproximó y en silencio contempló su pelo diseminado sobre los paños de la cama. Ella le ofrecía la espalda y él atisbó una expresión dulce en sus ojos cerrados y en sus pómulos marcados. El sultán giró sobre sus pasos y se perdió en la aún presente oscuridad de la estancia.

La Reina abrió los ojos y su mirada imaginó pasos en la Tierra. Su sonrisa pronunció un nombre en beso. La palabra imaginada, besada, se deslizó bajo la jaima y revoloteó en las primeras luces, empujándose por las corrientes cálidas, buscándole a él.

De nuevo en su cama, Hasán sonrió a la pasión con vida centelleando en el iris de sus ojos. Su mirada lanzada hacia el techo, proyectaba imágenes de mujer bella. Se sentía pleno y seguro. Se sabía poseedor de un destino. Se conocía con fuerza para emprender la batalla final. En sus manos quemaban tactos que quería volver a acariciar; en sus labios, besos que quería volver a estremecer; en su vida, latidos que quería volver a compartir. Para siempre.

Un pulso suave rozó su piel. Por un instante, pensó si fuera un beso lanzado al aire. Un beso enviado por ella. La Reina.

Instantes después, exhausto Hasán se durmió recordando las palabras de su promesa a su Reina.

Todo por el Amor hacia ti.



Inspirado en la canción The Mystic's Dream interpretada por Loreena McKennitt

2 comentarios:

  1. Ya he intentado antes un comentario, pero se los come ... o que .. o yo no se.

    Me encanta, se lee rápido y con el aliento contenido...
    Pasional y apasionante coreografía de palabras que perfilan perfectamente la cadencia de los personajes en mi imaginación. Conseguir eso es muy bueno ...
    Pero esta partida no se acaba aquí ....
    A la espera entonces ...

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  2. :) y si después de leerlo escuchas la canción te lleva allí donde tu quieres. iNCREIBLe
    :*
    Ni

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