lunes, 27 de julio de 2015

Enrocad a La Reina



Parte Cuarta. La Batalla Final.

Al apartar la mano de su rostro contempló la sangre.

Entre sus dedos sostenía regueros líquidos de oscuro plasma. La piel de la cara le quemaba. Como si hubieran aplicado una cerilla encendida bajo la epidermis. El arañazo había sido desgarrador y sentía que un jirón enorme de piel había saltado, escamándose, entre el vello de su barba.  Ahogó el dolor como pudo entre la seca saliva que intentaba tragar y lentamente levantó la vista.

Contempló a su mujer, la Reina, hecha un ovillo en el suelo, en el fondo de la alcoba real. Su cuerpo se mecía sumido en un estremecimiento. Sentada abrazando sus piernas y con la cabeza hundida entre ellas, la oscura melena desnudada cubriendo su cuerpo como una lona, lloraba estentóreamente, con el desgarro de quien le están arrancando el alma con anzuelos de pesca. Lloraba sin consuelo y sin querer tenerlo. Lloraba despedazada, con cavernas en la voz, con una ira atroz que atenazaba sus manos contra sus rodillas. Lloraba muerta de miedo y viva de cólera. Lloraba con un grito tan oscuro que restallaba como bruma en la bóveda de la tienda.  

Él sabía que no podía tocarla. Querría acercarse y calmarla. Acariciar su larga cabellera azabache con un gesto que llevara paz a su mente. Pero se sabía prohibido. Sabía, que desde el instante previo en que le había revelado el acuerdo, en el que sus labios habían formulado, una detrás de otra, las palabras que constituían frases de sentencia, el pacto se había hecho real y ella había dejado de estar con él. Ya no podría tocarla porque existiría un perímetro infranqueable. Ya no podría mirar sus ojos porque ella rehuiría los suyos siempre. Ya no volvería a escuchar su voz porque ella consumiría el aire en sus pulmones, hasta ahogarse, antes que volver a hablar con él.

De pie en el centro de la estancia, con escasos pertrechos en el alma y una voz enjuta como el vacío que deja el estruendo, dijo que era hora de informar a la tropa. Ella, regresando aún a sus orillas, no dijo nada. Decidió no moverse de ese punto del mundo en el que se encontraba. Su cuerpo aún en arrullo y su pecho recuperando atmósferas. El corazón escanciando un dolor agudísimo. Entre la espesura de su embrollado pelo, sus pupilas dilatadas buscaban un punto fijo hacia el cual enfocar. Un punto más allá del envoltorio de la tienda. Un punto que conectara su terror con el universo circundante. Un punto que permitiera a su alma quebrada lanzar un mensaje de auxilio.

Pasos pesados como masa incandescente llevaron al sultán hacia el exterior de la tienda. Reunió al estado mayor, quienes se aproximaron a él con rostros de gravedad y atisbos de presagio en la mirada. Les hizo partícipes de la noticia y el impacto entre ellos fue dispar. El nexo común fue el mutismo absoluto y la claudicación de las miradas, pero flotaba en el aire contrapuntos entre quienes entendían al sultán y quienes le consideraban un traidor. Les pidió que en diez minutos hicieran formar a la tropa y se dispersaron en busca de la soldadesca.

Murmullos como sanguijuelas recorrieron las tiendas. Los soldados barruntaban la transcendencia del momento, puesto que no era habitual que el sultán convocara a diatribas. El rumor inquieto se precipitó contra la mirada oteadora de Hasán. Sus sentidos se afilaron y su mente trabajaba a la velocidad de la luz. Sintió un pulso llegarle desde el firmamento, como si las estrellas, aún presentes en el albor de la mañana, se hubieran hecho eco de un pánico escapado.

Surgió al exterior hambriento de noticias y se unió a las filas con expectación salvaje en las puntas de los dedos. La mañana se extendía fría tras la lluvia y un viento húmedo se paseaba a borbotones por la estepa, alborotando su pelo.

Aquello no pintaba bien.

La tropa había sido reunida en la amplia explanada que circundaban las tiendas. Las distintas divisiones formaban en filas exactas, con la mirada fija en la pequeña tarima que estaba situada frente a ellos. Un silencio pegajoso circulaba en elipse por el ambiente a la espera de que pasara algo.

El estado mayor, formado por los alfiles y caballos, subió los peldaños y se situó frente a la milicia. Transcurrieron unos minutos densos como engrudo. El sol comenzaba a adivinarse por entre las copas de los árboles, esparciendo fragmentos de calor y luz entre las hojas, que ululaban de frío al contacto con el viento que empezaba a soplar con vigor.

El Mundo detuvo todos los sonidos posibles en el instante en que el sultán comenzó a subir los peldaños de la tarima.  Su rostro denotaba gravedad. Los soldados se postraron reverencialmente ante él, pero aún así, no les pasó desapercibido el enorme desgarro que cruzaba su mejilla izquierda. El sultán se situó en el centro exacto y levantó su mano derecha en señal de magnanimidad. Los soldados levantaron la mirada y le contemplaron. El silencio aleteó durante unos instantes más.

- Soldados, hijos míos - inició el sultán con voz queda -, os he reunido aquí esta mañana para comunicaros una noticia importante…

Nadie se movía, pero si se escuchara atentamente, podría oírse el bombear descontrolado de los cuerpos. Había una excitación manifiesta y creciente.

- La guerra… - el sultán hizo una pausa para retomar la frase con el tono de solemnidad que quería otorgar a su discurso -. La guerra ha terminado.

La soldadesca detonó en vítores. Un estruendo recorrió la masa, gritos de júbilo, llantos, alegría, surgieron como mares de entre los soldados, envueltos en abrazos, saltos, cascos que volaban al aire y una incipiente nube de polvo levantado.

Todos estaban felices, menos Hasán.

Su mirada pétrea buscó los ojos del sultán. Éstos remolonearon por la tropa sin adentrarse en ella, mirando sin mirar a una nube de soldados felices. Un sentido interno alertó la mente del sultán, e hizo que su mirada virara a estribor. Los ojos de los dos hombres se encontraron en la madrugada y los de Hasán lanzaron una pregunta.

Y así lo supo.

El estado mayor llamó a la calma a los soldados, puesto que el discurso real debía continuar. Las filas volvieron a formarse, pero esta vez, el alivio repasaba las costuras de los ropajes de los soldados.

- Esta madrugada – continuó el sultán -, hemos llegado a un acuerdo con el rey cristiano. Las encarnizadas luchas de las últimas semanas han diezmado considerablemente su ejército y ha ofrecido tablas.

La muchedumbre militar estalló de nuevo en griterío. Eso significaba que formaban parte de un ejército poderoso y vencedor.

Hasán masticó entre sus dientes las palabras del sultán y las escupió. Eran una enorme mentira y lo sabía. En sus venas destellaban impulsos de violencia.

- A cambio de detener la contienda, el rey cristiano ha aceptado devolverlos los escaques conquistad…
¡NO!

El grito se escuchó fuerte como una flecha certera.

Todos se giraron y el sultán levantó la vista en búsqueda de respuestas a la intromisión.

- ¡NO! – se escuchó de nuevo.

Hasán había salido de la fila.

-  ¡TODO ES MENTIRA! – gritó con toda la fuerza que dieron sus pulmones.

Abderramán, con los ojos dilatados por el miedo, se giró hacia él con aplacamiento en la voz y gestos de contención en sus manos.

-  Hasán… No… Te van a matar.

Hasán, fuera de sí, dio un paso hacia el frente. Un nuevo paso, otro…

- ¡ES MENTIRA! ¡NO EXISTE ESE PACTO! ¡DINOS LA VERDAD!

Una inquietud arañó los pies de los soldados. Las miradas recorrían el espacio llenas de estupefacción, buscando indistintamente al soldado y al sultán en busca de respuestas. Los sentidos presagiaban el desenlace. Aquello era desacato y estaba penado con la muerte.

Hasán señaló con un dedo acusador al sultán y sentenció:

-  ¡LA HAS VENDIDO!

En aquel instante, la mirada fiera del sultán se desató. Y habló: 

Soldados… apresadle.

Siguiendo la orden, los soldados próximos a Hasán le rodearon y le sujetaron por los brazos. Él forcejeó y consiguió liberarse, avanzando de nuevo hacia la tarima real. Una ira abrasadora dominaba su cuerpo, haciéndolo invencible. Derribaba impedimentos a su paso y mientras se aproximaba, gritó con tanto impulso que hasta las estrellas le escucharon.

- ¡TRAIDOR!
- ¡DETENEDLE! ¡ES UNA ORDEN! – gritó el sultán fuera de sí. En su tono, existía una esquirla de miedo.

Un griterío nació entre los soldados. Como oleaje, se lanzaron en tromba para detener a Hasán. Una cascada de hombres cayó sobre él, apresándole. Ellos no entendían nada, un atisbo de duda recorría sus mentes. Pero tenían una orden que cumplir.

Antes de ahogarse entre voces y manos, la voz de Hasán surgió de nuevo:

- ¡TRAIDOR! ¡LA HAS VENDIDO! ¡LA HAS VENDIDO!

Finalmente, los soldados lo cubrieron, aplastándole y deteniéndole.

-          Lleváoslo – sentenció el sultán -. Al caer el sol será ejecutado por insurgente.

Abderramán lloraba.

En su alcoba, la Reina peinaba su pelo con movimientos lentos. El suave sonido del peine desenredando su melena era lo único que su mente escuchaba. Sus ojos la observaban a través del espejo.

No quería pensar puesto que ya había pensado. No quería decidir nada más porque ya había decidido.

Levantó la frente en señal de integridad. En ese gesto, asumía su destino inmediato. En la lejanía, había escuchado la algarabía de los soldados al estallar la paz. Los quería más de lo que ellos podían imaginar. Y si ella debía sacrificarse por la buenaventura de su pueblo, se entregaría a su destino con convicción.

Pero amaba a un hombre. Y no era ni el que la había vendido ni el que la había comprado. Pensó en él. Lo amaba con pasión desmedida y con convencimiento. Con el convencimiento de saberse correspondida sin vacilación. Lo amaba con la certeza de que el vínculo era inexorable.

Pero con amargor en el estómago, supo que aquel amor ya no era posible.

Por ese motivo, no sería de otro hombre que no fuera él. De ninguno.

Lentamente, arremangó sus ropajes y buscó un pequeño bolsillo escondido entre las finas telas. Introdujo en él una pequeña bolsa con el veneno que tomaría antes de que el rey cristiano pudiera tocarla.

Lentamente, dejó que las telas se desencadenaran hacia el suelo. Respiró profundamente y siguió cepillando.

Encerrado en las mazmorras, Hasán se consumía. Sus ojos verdes buscaban fragmentos de cielo a través de la pequeña ventana de la celda. Dos hombres armados custodiaban la entrada. Intentó hablarles pero era como si vivieran en otra dimensión. Su voz se perdía como briznas de hierba arrastradas por el viento.

Iba a morir. Y lo sabía.

-   ¿Qué ha pasado? – preguntó un soldado a Abderramán.
-    Pues creo que los rumores se han hecho ciertos.
- ¿Qué rumores? – Inquirió con intriga en la voz.
-  ¿Nunca los escuchaste? – Abderramán se giró hacia él con gesto incrédulo.
-   No… Cuéntame.

Abderramán contó lo que durante tanto tiempo había sonado a invención, más tarde a profecía y que finalmente parecía haberse convertido en real. Tangible como las contracciones de un parto. Varios soldados se arremolinaron junto él, escuchando una historia que parecía sobrevenida desde otras latitudes. Como si no fuera con ellos. Pero el tiempo y las palabras les cargaron de estupor.

Tras su espalda, la fricción de telas dio paso a una respiración agrietada y cansada. No se giró, manteniendo su cabeza alta y su pisada firme sobre el mundo. Hubo una pausa como kilómetros de tiempo. Al poco, la voz que ya detestaba pronunció las palabras que esperaba.

- Es la hora – dijo el sultán -. Debemos irnos.

Lentamente, la Reina se giró. Tras el sultán, el estado mayor reunido la miraba con sensación de atropello. Los miró uno a uno. Menos a él. Parpadeó suavemente y dijo:

- Estoy lista.


- Debemos hacer algo.
- No podemos hacer nada.
- Eso no es cierto – Contestó Abderramán -. Todo hombre tiene la capacidad de cambiar el mundo.
-  Paparruchadas. No nosotros. – Contestó otro soldado.
- ¿Qué teméis? – les preguntó - ¿La muerte? ¿La ira del sultán? ¿Contravenir la voluntad de la providencia?

Le miraron con gesto oscuro y convicto.

-  Os diré que temo yo – Continuó Abderramán -. La impunidad y la osadía de quienes quieren  matar el amor.

Un corcel blanco esperaba en la puerta de la jaima. Custodiada por dos soldados y seguida por el estado mayor, dejó que el sol iluminara su bello rostro escondido entre penumbras de cabello. Llegó hasta el animal y suavemente acarició su cabeza y su crin. Le acarició con ternura y con cariño, musitando palabras que hicieron aguzar el oído del animal. Sus ojos la miraron inquietos. Cogió sus riendas y se dispuso a montarlo. En ese instante, el animal relinchó fuertemente.

Hasán lo escuchó. Desde el otro lado del campamento, el relinchar del caballo le llegó enturbiado. Se aproximó a la ventana. Y con los músculos de su pecho tensos, con fieras mordiendo sus pulmones, gritó su nombre. Y el grito se escuchó. Los soldados, estuvieran donde estuvieran, levantaron la vista. 

Y el caballo volvió a relinchar.

La comitiva emprendió la marcha. La luz del sol escribió el destino en la tierra, dibujando sombrías sombras en las huellas de los caballos.

- Os digo, que ganar una guerra así, no es ganarla. Es despedazarla y venderla en el mercado negro de las almas malditas. Yo no quiero formar parte de un ejército que entrega a una mujer como moneda de cambio. No quiero esos escaques. Pueden quedárselos.

La voz de Abderramán era fuerte como un pulso. El silencio expectante le miraba desde los rostros del grupo de soldados que le escuchaban.

- Os digo, que en lo único que vale la pena creer es en el amor sincero. Ese hombre que está ahí encerrado – dijo levantando una mano en dirección a las celdas -, me lo ha enseñado. La Reina, en su amor hacia nosotros, me lo ha enseñado. Ahora lo comprendo. El amor es la única bandera por la que vale la pena luchar. ¿Por qué vais a luchar vosotros?

Los soldados se miraron entre ellos pensativos. Abderramán los observó unos instantes con enganche rezumando en sus labios. Ellos le miraron en silencio.

- Ya entiendo – dijo con desencanto -, no vais a luchar por nada.

Cabizbajo, con la mirada clavada en la tierra, Abderramán escuchó los pasos de los soldados iniciar un camino y alejarse de él.  

El silencio gigantesco era hilvanado por el paso lento y constante de la caballería. Escaque a escaque, avanzaba sobre el tablero. La Reina, majestuosa, iba en primer lugar. Con disimulo, su mano izquierda palpó sus ropajes de gala en busca del bolsillo interior. La bolsita seguía ahí.

El sol iluminó sus ojos y les otorgó un brillo especial. Ella, impertérrita, se dejaba mecer por el arrullo de la montura.

Había un silencio espacial amontonado sobre la comitiva. Ojos inyectados en inquietud la miraban de reojo. Algunos no entendían su capacidad para mantenerse tan entera en un momento así. Otros, la consideraban el ejemplo vivo de la realiza. El estallido máximo de la integridad.

Alguien negó con la cabeza.   

Frente a ella, el horizonte trazó las piezas que conformaban el ejército cristiano. Alineados en perfecta simetría, las dieciséis formaciones aguardaban. Los estandartes hondeaban en esplendor.

El viento revoloteó y se adentró en el cabello de la Reina, meciéndolo y surgiendo de él perfumado. Así, sobrevoló el tablero y se adentró en terreno enemigo, llegando hasta las fauces del rey cristiano. Absorto y deseoso, cerró los ojos embriagadoramente.

Podía olerla.

Casi podía tocarla.

Ya la sentía suya.

Un rumor amalgamado surgió desde un lugar indefinido. Entre el cielo y su espalda, la Reina sintió estremecerse el suelo como si fuera inundado desde el subsuelo por mares desbordados. Se giró un instante en el que sintió que contemplaba un abismo.

El rumor se convirtió en ruido, el ruido en bramido y el bramido en grito.

Sus ojos parpadearon una vez antes de abrirse extremadamente.

Era su ejército.

Su ejército gritando NO. Un NO tremendo y batallador. Un NO seguro, firme, rudo y batidor. Un NO por la vida de su Reina.

Y en la primera línea, capitaneando la hueste,  un hombre. Gritando NO.

Un NO más fuerte que ningún otro.

Un hombre con la mirada tan afilada como un sentimiento profundo.

Hasán.

Un filo cortante cruzó los ojos del rey cristiano. Despuntó su ira gritando con espuma:

- ¡Traedla aquí!

Sus hombres avanzaron posiciones y rodearon la comitiva, absorbiéndola, acordonándola. Con celeridad en el trote, la Reina fue llevada hasta la presencia del rey cristiano.

-  Bienvenida… - dijo él con voz solemne.

Ella no contestó. Le miró con indiferencia y lentamente, bajó del caballo. Cuando sus pies se posaron en aquel suelo que no era suyo, una mano sujetó firmemente su muñeca. Viró su rostro en busca de la afrenta y encontró los ojos inyectados en fuego del rey cristiano. Su aliento, que apestaba a purulento y a rancio, se aproximó a su rostro y trató de besarla. Ella reptó esquiva y eso le enfureció. La sujetó fuerte y la obligó a besarle. Ella sintió una náusea crepitar en su estómago. Él, aún con su rostro a un milímetro de sus labios, dijo con severidad:

-  Ahora sois mía. Recordadlo.

Y levantando la mirada y enfrentándola al ejército que se aproximaba, añadió:

-  Mía. Y de nadie más.

Y ordenó el ataque.

Las fuerzas cristianas desenfundaron sables y avanzaron escaques. A tres cuartas del tablero, la embestida del ejército otomano fue brutal.

Espadas contra espadas, hombres y diablos se encontraron en el tablero en un encarnizado enfrentamiento. Los cuerpos caían entre lagunas de sangre y el nacarado tablero se empapaba de una muerte pegajosa y caliente, que desde la penumbra del subsuelo surgía para recoger las almas de las piezas perdidas. La batalla era tan voraz, que el miedo brincaba como una plaga de langostas.

Un caballo cristiano realizó su movimiento varias veces seguidas, en la búsqueda despiadada de Hasán. Matar al cabecilla. Era su obsesión. El justo premio. El ascenso inmediato. Hasán lo vio venir y le esperó blandiendo el sable en el aire. Ajustó sus pies sobre la tierra y aguardó el instante del choque.

El caballo cabalgaba fiero, con tanta fuerza que levantaba astillas de nácar. Levantó su sable con inercia de guadaña y recortó el aire hacia la cabeza de Hasán.

De un salto, Hasán esquivó el envite y se encaramó a la grupa. Tironeó de la brida y presionó con todo el peso de su cuerpo, de tal modo que el caballo se desestabilizó, perdió la referencia del suelo y se vino abajo. El impacto del caballo contra el suelo generó un sonido opaco, de masa de carne atropellada. Un instante antes, Hasán había saltado de nuevo para evitar quedarse atrapado bajo la montura. Atenazó al soldado con una mano firme. Le clavó la espada en el vientre y de un movimiento seco lo abrió de lado a lado.

Siguió avanzando hacia una nueva lucha.

Desde su caballo, el sultán contemplaba la escena de devastación. En silencio y a escondidas, se sentía culpable y maldito. El iris de sus ojos proyectaba las imágenes de hombres cayendo por defender su acuerdo y de otros dispuestos a morir por destruirlo. Cada vez se sentía más ajeno de todo y la incertidumbre le atenazaba las pestañas.

Aquella era la batalla final.

Y nada iba a quedar como antes.

Con la discreción de un animal nocturno, espoleó a su caballo. Éste inició un paso suave que llevó al sultán a separarse de su gabinete. Absortos en la batalla, no le vieron apartarse. Poco a poco, imprimió celeridad a la monta e instantes después, el trote del caballo se llevaba al sultán de allí.

Su sentido combativo hizo que Hasán levantara la mirada y escudriñara el tablero en busca de estímulos. Más allá de las lindes del tablero, sus ojos verdes divisaron el galope sostenido de un caballo y la figura conglomerada del sultán cabalgando sobre ella.

Huída.

Hasán le llamó por su nombre. Por el que merecía llevar.

-  TRAIDOR!!!

Y corrió hacia él.

Abderramán giró la cabeza y vio a su amigo correr. E hizo lo mismo.

Y dos soldados otomanos más.

Cuatro soldados otomanos habían salido en busca de su rey.

Poco a poco, todos los soldados cristianos detuvieron sus luchas al ver aquellos hombres correr. Levantaban sus manos pidiendo tablas al combatiente que tenían enfrente y todos se giraban a contemplar la fuga y la captura.

Poco a poco, el sonido herrumbroso de los sables y las espadas se fue apagando. Y un mutismo expectante se apoderó del tablero. Solo los pasos acelerados y los gritos despiadados de Hasán retronaban sobre los escaques.

Los soldados cristianos no entendían nada.

Con el corazón encogido, la Reina contemplaba la persecución.

Los dos soldados, que estaban mucho más avanzados que Abderramán y Hasán, alcanzaron la posición del sultán. Saltaron fuera del tablero y conquistaron el caballo. El sultán los empujó e intentó librarse de su tenaza, pero fueron mucho más habilidosos y consiguieron derribarlo. Soldados y sultán cayeron al suelo. El caballo decidió huir.

Abderramán y Hasán llegaron junto a ellos y a su vez saltaron fuera del tablero. El sultán, sujetado por los brazos, exigía ser liberado. Reclamaba su autoridad, pero sabía que ya la había perdido ante aquellos hombres. Había justificado su insurgencia.

-  Soltadle – pidió Hasán.

Los soldados obedecieron y dieron un paso hacia atrás, manteniéndose alerta. Exhausto, el sultán boqueaba recobrando el aliento. 

Hasán miró a Abderramán y este leyó su mirada. Dudó un instante, pero la respuesta que encontró en la mirada de su amigo era firme.

Abderramán extrajo su sable del cinturón y se lo entregó a Hasán.

Hasán levantó la mirada hacia el sultán y le lanzó la espada. El sultán la cogió en el aire.

-          Lucha – dijo Hasán – sé hombre y no ardilla. Defiende tu vida y tu ideal, si es que te queda alguno.

La Reina gimió de miedo.

Todos los soldados, otomanos y cristianos, se aproximaron hasta el filo del campo de batalla y contemplaron quedos lo que sucedía. Nadie pronunciaba palabra. El viento era el único impulso.

El sultán contempló la espada en su mano y contempló a Hasán. Dudó por unos momentos que le parecieron cadalsos, pero intuyó su deber, su honor y su oportunidad. Intuyó el origen del desbaratamiento de sus planes. Intuyó la conquista que él ya no podía tener. Intuyó un corazón que tiempo antes había dejado de pertenecerle. Intuyó a una mujer enamorada. Intuyó a un intruso en su cama. Intuyó el goce de ella en manos de él. Intuyó una felicidad ajena y no la quiso.  Intuyó una explosión en cada poro de la piel.

Y se sintió violentar.

La espada se levantó en alto y con paso firme el sultán atacó mientras en su grito llamaba a la muerte de su oponente.

Hasán le esperó y repelió el primer ataque. Las espadas rechinaron metálicas. Golpe tras golpe, los dos hombres lucharon con frenesí. Sus ataques repartían intentos de aniquilación. Pese a su edad y su volumen, el sultán era diestro en el arte con la espada y arrinconó a Hasán. Sus ataques eran intensos y Hasán, habilidoso, los esquivaba con pulso tenaz.

Menos uno.

En un instante cruzado, Hasán no vio el requiebro en las manos del sultán. Y un ataque directo clavó la espada del sultán en su costado izquierdo. Contuvo como pudo el grito de dolor al notar el hierro desgarrar carne y tendones. Un hilo fuerte de sangre manó de la herida.

La Reina se encogió al verlo herir. Su alma lo sintió muerto. No iba a sobrevivir y lo sabía.  Y fue entonces que sus manos buscaron la bolsita bajo la ropa. Y la encontraron.

El sultán contempló a Hasán un instante y lo sintió vencido. Éste, encogido de dolor, le contemplaba con un incipiente hilo de temor. El sultán capturó aire en sus pulmones y levantó la espada en un nuevo ataque final.

La Reina abrió la bolsita y con disimulo la llevó hacia su boca.

Estarían juntos.

O morirían juntos.

No había opción.

La bolsa con veneno se posó en los labios de la Reina en el instante que una mano firme la detuvo.

El rey cristiano.

Con la mano libre, le arrebató la bolsa y la tiró al suelo.

-  No os daré ese placer – masculló entre dientes.

La espada del sultán atacó con fiereza. Se sintió aniquilador y embistió con todo su peso.

Hasán con furia, levantó la espada como si quisiera empalar.

Y lo hizo.

Su espada atravesó el cuerpo del sultán, cortando a la altura del esternón y seccionando la espina dorsal. El sultán no pudo gritar al notar la boca inundada de sangre. Vomitó en un estertor nervioso. Antes de sentir más dolor, murió.

Hubo un silencio nítido, en el que solo se escuchaba la respiración entrecortada de Hasán y la caída pesada del cuerpo del sultán- Abderramán se acercó veloz a por su amigo.

-  No es nada – dijo Hasán -. Solo me ha rozado.
-  Déjame ver…  - pidió Abderramán.
-  Que te digo que no es…
- Hasán, tienes un corte profundo. No parece que te haya tocado nada vital, pero estás perdiendo mucha sangre…
-  No te preocupes – dijo poniendo una mano sobre el hombro de su amigo -. Tengo que acabar esto.

Hasán se incorporó con toda la fuerza que pudo y levantó la mirada. Todos los soldados, otomanos y cristianos, le contemplaban expectantes.

-  Soldados, que ante todo sois hombres – inició -, escuchadme.

El silencio prestó atención.

-          Esta guerra por la que hemos luchado durante tanto tiempo, ya no tiene sentido. Ninguna la tiene, pero esta aún menos. No hay escaques por los que batallar, no hay tierra por conquistar. No hay dueños ni apresados. Esta guerra se ha librado por la codicia de un hombre y la vileza de otro. Por la hambruna del rey cristiano y la cobardía de un sultán.

-¡Cómo te atreves! – gritó un soldado cristiano iniciando el gesto de desenfundar su espada.  Su compañero le detuvo, en un gesto que quiso otorgar un margen a aquel osado soldado otomano.

-  Nuestro sultán – prosiguió Hasán – yace aquí muerto por vender a su mujer, nuestra Reina.

Las miradas de estupefacción recorrieron las tropas.

- Vuestro rey y el nuestro llegaron a un pacto por el cual, nuestra Reina ha sido vendida al rey cristiano a cambio de la paz.  El rey cristiano ha accedido a devolvernos los escaques conquistados a cambio de su mano.

Una oleada de murmullos inundó las voces sin dejar espacios vacíos. Los soldados cristianos buscaban en las miradas de los otomanos, un destello, un gesto que afirmara que aquello era cierto. Y lo era. Había indignación masticada como tabaco.

-  Soldados, que ante todo sois hombres… La amo. – su voz tenía tal sentimiento que por una vez se sintió quebrar – La amo. Y creo que no hay mayor batalla en la vida que amar. No hay más tierra que su alma ni más arma que el corazón.

La Reina, en la distancia, escuchaba con latidos profundos y un arrullo iluminando sus ojos.

- Yo no sé – proseguía Hasán – si en mi condición de soldado soy digno de amarla como para aspirar a ser su compañero el resto de nuestras vidas. Pero si sé amarla con el suficiente valor como para vivir y morir por ella. Al menos, lo suficiente como para querer su bien más preciado. Su libertad. Libre para decidir, ser y crecer.

- Nadie, hombre, sultán, rey o providencia, tiene la autoridad de decidir sobre su vida. Nadie. Ella es dueña de sus anhelos. Ella. De su espíritu, su cuerpo y de su manera de ver el mundo. Ella, es aspiración y dicha. Sol y tempestad. Cielo y contienda. Ella tiene derecho a cada minuto de su vida como ella decida.

- Ella, ha demostrado una entereza y una gallardía realmente dignas de un soberano. Os juro que es la única autoridad ante la que postrarse. Ella, sí, ella. Porque lo que le mueve no es el afán, el deseo necio o la burda ocupación. Tan sólo su capacidad infinita de amar. Y su amor tiene la energía de mil estrellas.

Una tregua de voz se había instaurado en el tablero. Todos y cada uno de los que en él se encontraban, escuchaban con cauto respeto, sentida emoción y medido furor. Algunos sentían una envidia sana ante aquel amor tan honesto y profundo. Ante aquel hombre con miríadas de pasión en la mirada.

- Soldados que ante todo sois hombres. Como vosotros, soy sólo un simple soldado. Un peón. La primera línea de batalla. No puedo mandar en vuestra voluntad ni en vuestra conciencia. Pero como hombres que ante todo sois, os pido… que no me impidáis devolverle su libertad.

Hasán puso su mano derecha sobre su corazón y su izquierda sobre su espada. Levantó la mirada y la dirigió hacia el campamento cristiano. Su voz sonó profunda y vigorosa como el impulso de un amanecer al decir justo en el instante en el que iniciaba su marcha:

-¡Todo por el Amor hacia ti!

Las voces de los soldados se abalanzaron en vítores. Abrieron paso a Hasán, quien en un salto regresó al tablero y encaminó sus pasos. Poco a poco, soldados otomanos y cristianos se situaban tras él, avanzando junto a él, formando un frente común que progresaba por el tablero con rumor de estampida.  

Sin embargo, no todos los soldados cristianos se unían a Hasán y a las tropas otomanas. Un voluminoso número de combatientes secundaba su estandarte y se mantenía leal a su rey.

La contienda iba a continuar.

Capitaneados por un hombre enamorado, los soldados afines a Hasán alcanzaron la primera línea de defensa cristiana con el estruendo de una riada. Sables y espadas dinamitaban vidas y restallaban voces. La batalla era vorazmente golosa. Los cuerpos caían entre pasión y deber. Escaque a escaque, la tropa avanzaba y se adentraba en la segunda línea de juego del restante ejército cristiano.

Atenazado por la ira, el rey cristiano se giró hacia su estado mayor y dijo:

- Lleváosla de aquí – y con rúbrica en la voz añadió: - Escondedla.

Los hombres se acercaron a la Reina con intención de cumplir la orden. Hasán lo vio, en el bramido de la disputa leyó los labios y la intención del rey cristiano. Sus ojos lanzaron la mirada a ras de tablero, buscando posiciones de aquellos que le apoyaban.

Y vio a Abderramán y a varios soldados afines, muy próximos  al escaque que ocupaba la reina.

Y entonces su voz volvió a sonar profunda. Como su pasión desmedida:

-  ¡Enrocad a la Reina!

Hombres, otomanos y cristianos, escucharon su voz y entendieron la maniobra. En un movimiento implacable y veloz, como saetas humanas, alcanzaron el escaque de la Reina y la rodearon, protegiéndola.

El rey cristiano bramó de rabia.

Quiso desenfundar su espada pero una mano le detuvo. Levantó la mirada y sus ojos se abrieron extremadamente al descubrir quien le había tocado.

Hasán.

Había encontrado un camino nacarado entre las líneas. Un espacio que sus leales habían abierto para permitirle alcanzar la última línea del tablero. Y en el tiempo que dura un descuido, su avance le había situado junto a la espalda del rey.

Poco a poco, la batalla se detuvo de nuevo. Las espadas se detuvieron. Los hombres miraron expectantes. Sabían lo que aquello significaba. Sabían en qué posición se encontraba el rey.  

Hasán le miró con fiereza y dijo con voz severa:

-  Jaque al rey.

Los ojos del rey se inyectaron en cólera.

- ¡Cómo te atreves, maldito insurgente! – gritó. Levantó la vista y buscó con ella a su alfil derecho que miraba con gesto impasible- ¡Apresadle! ¡Detened a este hombre! ¡Es una orden!

El alfil avanzó y se situó junto al rey. Junto a él, pronunció:

-  Jaque el rey.
- ¡Esto es intolerable! – aulló el rey, fuera de sí - ¡Traidor!
- No señor – contestó el alfil – no soy yo el traidor. Vos sí lo sois. A la conciencia, al honor y al Amor.
  
Un soldado otomano ocupó el escaque continuo. Al levantar la mirada hacia el rey, dijo:

-  Jaque al rey.

En el escaque siguiente se situó un soldado cristiano. Nuevamente, el aire transportó las palabras que el rey más temía.

-  Jaque al rey.

La batalla había llegado a su fin.

Hasán y el rey se miraron nuevamente. No pronunciaron palabra alguna, dejaron que sus miradas lo dijeran todo. El rey se sabía vencido. La mirada de Hasán fue implacable. En ella, decretaba su salida del tablero.

Hasán llamó a su amigo Abderramán y le pidió que le cambiara el puesto en el enroque. Se cruzaron en el camino de intercambio y se fundieron en un abrazo.

-  Ocúpate de él – dijo Hasán señalando con un gesto de la cabeza hacia el rey cristiano.
- Será un verdadero placer – concedió Abderramán. Y junto con los soldados, rodeó al rey y le obligó a abandonar la tabla.

Hasán se adentró en el enroque.

Rodeados por soldados de ambos ejércitos, Reina y Soldado se encontraron de nuevo.

Sus ojos se bebieron por entero, sus manos se miraron cada poro de piel  y sus labios tocaron la cima de su anhelo.  Se quisieron querer y se tuvieron. Se sintieron volver para quedarse, para no perderse, para no desmadejarse jamás. Sus cuerpos construyeron un abrazo de miles de instantes, por los vividos y los arrebatados, por los soñados y los paladeados, por los que estaban por venir y por los que ya tenían memoria.

Su beso entrelazó sus vidas en una lazada inconmensurable, rubricada con el sabor de lo amado, con el gesto de lo que no se pierde,  con el vaho que desprende el alma al saberse libre. Con el calor que abriga el amor sincero.

Reina y Soldado se cogieron de la mano para no soltarse más.

Sus pasos les llevaron a través del tablero. Allá donde el escaque termina.

Donde todo comienza.

Donde la partida espera.

Tras las luces del amanecer, las estrellas brillaron con algarabía.

Reina y Hasán fueron enroque.


Todo por el Amor hacia ti. 

jueves, 1 de enero de 2015

Enrocad a La Reina


Parte Tercera. La Reina.

Era una noche espesa como un pensamiento recurrente. La luna se elevaba poco a poco, apartando estrellas y desgajando nubes en su creciente avanzar, mientras su influjo esparcía migajas de luz sobre la vasta planicie del tablero.

Hasán no podía dormir. Su mente se debatía en voces y su alma se agitaba como espuma de oleaje. Se sentía quemar por dentro. Las revelaciones de aquella vigilia eran hielo e incandescencia; luz y abismo; espacio y suelo; un contrapunto perverso que dinamitaba todo lo creíble. Su rey era un traidor y la guerra una falacia. No existía conquista ni victoria, no había paz ni territorio a ganar. Sólo un trueque maldito a cambio del vacío.

Las manos le ardían y el pecho subía y bajaba con la fuerza del desboque. Acostado en su catre, se sentía inquieto y fiero. Se irguió y se frotó la cara con las manos. Levantó la vista y parpadeó. Por las telas de la tienda se escapaban átomos de luz lunar. Puso los pies en el suelo y se levantó. Necesitaba alimentarse de aire.

En el exterior, la calma se desparramaba en forma de bolitas que recorrían el suelo conteniendo ronquidos. La tropa dormía placida y su dormitar se unía al crepitar de la tierra y al timbrar monótono de los insectos que poblaban la estepa. Sombras de luz agitaron la bóveda celeste mientras un trueno estampó bramidos en el horizonte. Levantó la vista y respiró el viento cambiante. Probablemente aquella noche iba a llover.

Zarandeó sus pasos hacia puntos descoordinados entre aquí y ningún lugar. Se hizo pasajero de vigilias y caminó alrededor del campamento como un sonámbulo consciente. Sentimientos y voces trepaban por sus vísceras y surcaban sus túneles de sangre. Apretaba los puños con fuerza y los abría con la intención de liberar la energía que le impedía calmarse.

Se sentía morir por momentos. Odiaba tener que contemplar como una piedra preciosa era denostada. Por qué alguien era incapaz para hacer valer un valor valioso. No podía permitir que aquello sucediera. No podía dejar que su Reina fuera moneda de cambio. Pero se reconocía a sí mismo amargamente desolado ante la cabalgante impotencia que le abrumaba las sienes.

No sabía qué hacer.

Llegó hasta su roca y se sentó en ella. Meditabundo, su mirada se perdió entre restos de estepa abierta. Se mantuvo allí, quieto, durante un largo rato. Sobre él, a miles de kilómetros de altura, la noche cosió nubes con hilo de relámpago. El predio se ensombreció y guturales aullidos de tormenta traquearon un cielo cálido y agitado. Ausente, Hasán latía con ardor.

Poco a poco, la noche se decidió a decantar agua. Lágrimas nubadas perecían en su devaneo hacia el terreno e impregnaban el ambiente de un creciente y tupido olor musgoso. Gotas como dagas suaves que restallaban contra el cuerpo candente e inmóvil de Hasán. Ajeno al empaño que la lluvia producía en su ser, fue sin embargo consciente de un sonido que le resultaba particularmente familiar.

El relincho de un caballo se expandió entre el chipchopear del aguacero circundante. El animal había sido despertado con prisa y su inquietud en el relinchido indicaba que intuía su monta de manera inminente. Hasán se levantó y corrió agazapado en busca del corcel. No era algo normal a aquellas horas de la madrugada. Pronto, junto a los establos, divisó la figura majestuosa de un alazán blanco. A su lado, un hombre ataviado con ropajes oscuros se disponía a montar en él. Puso el pie derecho en un estribo y se impulsó para subir. De inmediato, partió hacia la espesura hundiéndose en el negror de la noche.

No necesitaba nada más para saber quién era. Conocía el caballo y conocía por las formas de su cuerpo, la identidad de aquel hombre que salía a cabalgar en la noche.

El sultán.

Hasán se quedó quieto durante unos minutos contemplando el horizonte nocturno. Su mirada, charqueada por la lluvia, se afiló para tratar de distinguir el trote del caballo entre las sombras. Intuía hacia donde iba. Imaginó a qué. Un pacto iba a ser sellado esa noche.

Con paso quedo, se aproximó hasta la jaima real. Deambuló alrededor. Todo estaba en calma. Se detuvo ante la puerta y un pálpito le hizo temblar. Sabía que podían matarle por sus pensamientos, pero deseó con todas sus fuerzas que ella apareciera en la puerta. Esperó largo rato, en silencio, dejándose impregnar por una lluvia que lentamente escarchaba su cuerpo. Los pies atados a su portal.

Pero ella no salió.

Hasán resignó su alma e inició el camino de vuelta a su cama. Fue al pasar junto a la parte de atrás de la jaima, que unas telas se descorrieron dibujando una silueta en la tenue luz lunar.

Era Ella.

La Reina.

Llevaba un camisón blanco anudado a la cintura con cuerda. El pelo, largo, lacio, caía enmarañado sobre sus hombros y su pecho. Sus formas exquisitas se adivinaban bajo el ropaje. Su mirada era profunda como una posesión.

Se contemplaron durante un tiempo en el que en silencio se dijeron muchas cosas. Un tiempo laxo como una apetencia. Un tiempo tras el cual, ella le tendió una mano.

Y él se aproximó.

Reina y Soldado entraron de la mano en la jaima y las telas interpusieron un muro entre el resto del mundo y ellos. Se miraron de nuevo largamente. La Reina se situó frente a él y puso sus manos sobre el pecho de él, acariciando la camisa empapada. Él la miraba con mirada penetrante y fija, mientras gotas de agua goteaban de los mechones de su pelo. La camisa, pegada a su piel, dejaba entrever su pecho firme, musculado, ligeramente velludo. En el silencio de la noche, el sonido de la lluvia que caía se licuaba entre el creciente fluir de la respiración intensa de ambos.

Reina y Soldado se besaron. Sus labios se buscaron con pasión. Sus bocas fue lo primero que entrelazaron. Y sus lenguas. Luego, le siguieron las manos. Los brazos. El cuerpo. Un beso tras otro beso. Tras otro. Mordiéndose, paladeándose. Entremezclándose en besos largos. Un beso sucesivo, voraz. Como si necesitaran cada beso para poder vivir. Respirar por los labios, morir de aire.

Se separaron un instante y se contemplaron. Ella desabrochó uno a uno los botones de su camisa y le despojó de ella. Él puso su mano derecha en la cadera de ella y la apretó contra su cuerpo, besándola de nuevo. Ella gimió desde la profundidad de su boca encadenada. Sintió placer en aquel gesto. Sintió ganas en el cuerpo de él.

Él desanudó la cuerda que acordonaba a la Reina para, lentamente, abrir ropajes, desplazarlos hacia los costados, acariciar con sus manos la piel, que ya estremecía, mientras la ropa se rendía a su avanzar y dejaba espacio.  Con un gesto leve desde los hombros, desprendió la prenda y ésta desvaneció en los pies.

Extasiado, él contempló el cuerpo desnudo de ella. Ella se dejó mirar. Su piel cobriza, moldeaba formas túrgidas. Su cuello largo y fino. La cadencia precisa de sus hombros. Sus pechos firmes, excitados, selectos. La turbia calidez de su vientre. La exacta redondez de su ombligo. Sus caderas de formas fluviales. Las laderas interminables de sus piernas. La delicada ternura de sus pies.

La acarició con tacto milimétrico, con temor a quebrar algo precioso. Las manos calientes de él recorrieron su piel adentrándose en tundras, sabanas, mares y océanos de piel. Llegó a sus nalgas y sus manos saborearon su perfecta turgencia. Rotaron sobre cada una de sus nalgas como queriendo abastecerse, aproximarse al placer que sugerían.

Él levantó la vista y sus ojos abisales encontraron los de ella. Se besaron de nuevo. Largo. Suave. Con deguste.

De pie, en medio de la alcoba, ella abandonó su boca y besó su incipiente barba, la base de su mandíbula, su cuello, el precipicio de su pecho. Descendió quedamente por su vientre, besando sus abdominales extremadamente marcadas, mientras sus manos apercibían el desbocado de la respiración de él y se enredaban suavemente entre su vello. Siguió bajando y besó las lindes de su cadera. Él la contemplaba hacer, acariciando su largo pelo azabache.

Ella descorrió el nudo que sujetaba el pantalón de él y se ayudó de ambas manos para correrlo hacia los pies. El miembro de él se irguió altivo y grueso, viril. Ella lo tomó entre sus manos y lo acarició. Él tembló en su presagio.

Un rayo destelló en el horizonte y su luz penetró en la estancia a través de las lonas de la jaima, en el momento en que ella se decidió a probar el miembro de él. Lo hizo con cadencia, lamiéndolo lentamente e introduciéndolo con un ritmo acompasado en su boca. Él sintió la humedad circundarle y el cálido movimiento de sus labios ensalivar su miembro por entero. La lluvia acrecentó su ritmo; gotas enormes impactaron sobre el techo de la cámara. Y ella se movió con la lluvia. Él se sintió flotar en la luz crepuscular.

Absorto, ido, transportado a un lugar lejano, él la detuvo en el momento en que una sacudida de placer emergió de las entrañas de su cuerpo. La sujetó con sus manos y la elevó, irguiéndola firmemente y transportándola en un suave movimiento hacia la cama. Era un lecho enorme, amplio como una sabana, mullido como el vientre de un animal salvaje.

Él se situó sobre ella y la contempló un instante. Se miraron a los ojos por momentos gustosos cargados de fulgor. Deslizó sus manos sobre su cuerpo y la besó en la boca. Besos largos e intensos,  como una caída libre, como una victoria voraz, como un desmedido anhelo de más. Abandonó la boca de labios carnosos de ella y se adentró en su cuerpo. Depositó besos en cada centímetro de piel; descendiendo lentamente, elevándose en cada pecho en la búsqueda de los pezones, circundándolos, paladeándolos, haciéndolos crecer y enloquecer. Trazó un camino de besos que dibujó ríos entre las costillas, alcanzando el ombligo, dejando que su lengua jugara con él. Sus manos inundaron de caricias el cuerpo de ella, haciendo emerger sensibilidad incontrolada en cada poro de piel. En su descender, su boca encontró el sexo de ella. Se detuvo un momento y contempló como la respiración de ella se hacía más exhausta.

Un instante después, ella se arqueó de placer.

Él lamió su sexo exquisito. Con las manos recorriendo las caderas, los costados,  el vientre y el pecho de ella, él paladeaba el íntimo sabor. Su lengua recorrió labios verticales. Se adentró en el fluir de ella buscando su punto goloso. Y lo encontró, haciendo que ella se revolviera gustosa. Se detuvo un instante y contempló latidos bombeados desde el corazón estallar en el sexo de ella. Con cuidado, introdujo un dedo. Lo hizo salir y entrar. Lo hizo girar dentro. Lo hizo palpar. Ella intentó apagar un grito orgásmico. Él Introdujo un segundo dedo. Ambos dedos se movieron independientes dentro de ella. Uno hacia delante y otro hacia atrás, alternándose, cimbrando dentro de ella. Y así la hizo explotar.

A kilómetros de allí, en un lugar iluminado por antorchas y custodiado por espadas, un trato estaba siendo cerrado. La paz era comprada poniendo precio a una mujer. Dos manos de distante color de piel se estrecharon y un documento fue rubricado. Un brillo de satisfacción resplandecía en los ojos de un hombre. Tras los ojos del otro, el diablo arrancaba el alma a jirones.

Ella gimió un infinito cuando él la penetró. Se sintió llenar, como si un oleaje de goce emergiera desde donde nada es exacto y hacia donde todo explota para hacerla elevar. El ritmo era preciso y cauteloso, pleno de amor y deseo de satisfacer. El oleaje se hizo mar profundo y devastador. En ese movimiento de fuera hacia adentro y hacia fuera, ella necesitó sujetarse a las espaldas de él para no caerse.   

Rodaron sobre la cama y ella se situó sobre él. Él seguía acariciándola con desmesura. Ella le cogió de las manos y las paró sobre la cama, a la altura de su cabeza. Entre la lluvia, se escuchó el susurro calmo de ella, apaciguando su bravía por un instante. Se miraron y él se sintió brillar. La luz nocturna le permitía el espectáculo perfecto del cuerpo erguido de ella. Su largo pelo caía sobre sus pechos como cortinajes. Su vientre liso respiraba placer. Sus caderas se acomodaron mejor sobre el miembro de él. Y así, con ritmo tenue, ella comenzó a cabalgarle.

En aquel momento, la lluvia se detuvo.

Las espadas saludaron a los hombres que salían de la tienda. En la noche, se escuchaba el escurrir del campamento.  Gotas de agua que resbalaban hacia un terreno empapado. El corcel blanco aguardaba con movimientos nerviosos de cola. Los firmantes se miraron de nuevo y estrecharon una vez más sus manos. La reunión finalizaba en aquel gesto.

Era hora de regresar.

La luna desmadejó nubes y se abrió paso entre mantas de algodón suspendido. Junto a ella, miles de estrellas se estremecían, como si hubieran pasado frio durante la lluvia. El haz de luz lunar restalló sobre la Tierra e iluminó la habitación, donde un hombre gemía de placer. Ella le amaba con profundidad, en galopes ciclópeos que le adentraron en tundras incendiadas. Un movimiento selecto y sostenido, que la elevaba para hacer que el miembro de él se adentrara más y más, explorador profundo, perforador enorme, buscador de sensaciones.

En el influjo lunar él la miraba con ardor, contemplando su cuerpo absoluto en lenta cadencia, moviéndose sobre él, gobernándole, procurándole estallidos de placer, provocando el bramido de sus fieras internas, que aún pedían más. Las manos de él la sujetaban con firmeza y la acariciaban durante minutos eternos como confines. Sincopadamente, ella aumentó el ritmo. Él sintió brotar un atisbo de detonación desde su profundidad sexual y quiso detenerla. Pero ella no quiso. Le miró como lo hizo la primera vez que se descubrieron, a través del fuego de la hoguera, ella danzando para él, la intensidad floreciendo en cada poro, la seguridad de saberse poderosos, el uno para el otro, el uno en el otro.

El caballo galopaba raudo de vuelta al campamento otomano. El sultán viajaba sobre él. Con la mirada perdida en la ruta nocturna, se descubrió absorto y ausente. Se dejaba llevar por la monta, mientras su espíritu era devorado por una culpa famélica. Intentaba calmarse con mensajes mentales. El ejército cristiano era poderoso y demoledor. Aquella guerra hubiera entrado en una fase devastadora para el pueblo otomano. El rey cristiano le había prometido una carnicería humana en la siguiente contienda. Sí, el precio pagado era muy alto, pero la imagen de su pueblo arrasado le sobrecogía desmesuradamente.

En la jaima real, Reina y Soldado se dejaron llevar y subieron aún más alto. Se abrazaron sin dejar espacio al aire y se sintieron desbocar. Se amaron profundo y grávido. Rebosándose. Estallando en orgasmos de precipicio. Él la llenó de cascadas y ella flotó al sentir su comba. Miles de voces internas gritaron sus nombres en éxodo. Hubo un último estallido vital que se extendió por su piel hacia las puntas de sus dedos.  Ambos emergieron en lava.

Un instante después, él la notó descender. Acostada sobre el pecho desbaratado de él, ella dibujó una sonrisa dulce como un secreto placer. Besó su vientre y levantó la mirada hacia él para contemplarle regresar. Él la abrazó protector, cálido y hondo como una vuelta al hogar. Acarició el pelo desordenado de ella, que se extendía como seda sobre su espalda desnuda. Los dedos recorrían piel y en tacto, recordaban las sensaciones abismales que sus cuerpos habían sentido. Los pulsos reordenaban vapores del alma.

Un primer rayo de luz solar despuntó en la aurora. Irradió destellos de día nuevo en la bóveda celeste y ofreció resplandores que iniciaron combate con las luces de la noche. Los amantes extenuados contemplaron en silencio el albor entreverse entre las telas de la tienda. El amanecer despuntaba así, cuando el caballo blanco llegó a los establos y detuvo su trote. El jinete descendió torpemente y con gesto cansado, condujo al alazán hacia el interior de las caballerizas. Un dulce aroma a ensoñación cubría a Reina y Soldado que se mimaron casi durmientes. El sultán acarició suavemente a su monta y salió de la cuadra. Sus pasos se adentraron en la noche finalizada y se encaminaron hacia la jaima real. En la cama, Reina y Soldado se besaron de nuevo. Se tocaron de nuevo. El fulgor de la gana les anudó por instantes y se quisieron amar. La hierba regada crujía bajo los pies del sultán en su aproximar a la entrada principal de la jaima. Hasán besó a la Reina y los labios de él recorrieron el rostro de ella en busca del oído cercano. El Sultán entró en la tienda. De pié en la entrada se despojó de su ropa oscura. Cautelosamente, la guardó en un arca. Entre susurros y latidos, Hasán pronunció pasiones y promesas en su lengua natal que hicieron estremecer a la Reina.

Instantes después, el Sultán entraba en la estancia principal. Sus ojos se acuclillaron para adaptarse a la tenue luz y fijar escenas.

La Reina, tumbada en la cama, adormecía plácidamente. El sultán se aproximó y en silencio contempló su pelo diseminado sobre los paños de la cama. Ella le ofrecía la espalda y él atisbó una expresión dulce en sus ojos cerrados y en sus pómulos marcados. El sultán giró sobre sus pasos y se perdió en la aún presente oscuridad de la estancia.

La Reina abrió los ojos y su mirada imaginó pasos en la Tierra. Su sonrisa pronunció un nombre en beso. La palabra imaginada, besada, se deslizó bajo la jaima y revoloteó en las primeras luces, empujándose por las corrientes cálidas, buscándole a él.

De nuevo en su cama, Hasán sonrió a la pasión con vida centelleando en el iris de sus ojos. Su mirada lanzada hacia el techo, proyectaba imágenes de mujer bella. Se sentía pleno y seguro. Se sabía poseedor de un destino. Se conocía con fuerza para emprender la batalla final. En sus manos quemaban tactos que quería volver a acariciar; en sus labios, besos que quería volver a estremecer; en su vida, latidos que quería volver a compartir. Para siempre.

Un pulso suave rozó su piel. Por un instante, pensó si fuera un beso lanzado al aire. Un beso enviado por ella. La Reina.

Instantes después, exhausto Hasán se durmió recordando las palabras de su promesa a su Reina.

Todo por el Amor hacia ti.



Inspirado en la canción The Mystic's Dream interpretada por Loreena McKennitt