domingo, 21 de septiembre de 2014

Enrocad a La Reina

Parte Segunda. El soldado enamorado.

 - Muerte al Infieeel!!!!

La hueste se desató en un ataque fulgurante contra las posiciones cristianas, amedrentando con su griterío desde el otro lado del tablero, blandiendo armas y arrancándose los demonios a base de tirones. Los otomanos embistieron como una manada de elefantes tensos. En unos cuantos movimientos rápidos, habían avanzado escaques y amenazaban la primera línea enemiga con ardor inhóspito.

Pronto se inició la contienda cuerpo a cuerpo y el griterío se tornó tumulto mortal. Los sables de los peones de uno y otro bando, destellaban en el sol de la mañana antes de hundirse en la carne de los soldados enemigos. El cuadrado se cubría de cuerpos caídos. Pronto, los artilleros mayores,  alfiles, caballos y torres, tuvieron que entrar en batalla.

Hasan apretaba los dientes  mientras asestaba golpes certeros de sable. El soldado cristiano cayó de bruces ante él mientras su vientre se destripaba, eviscerándose. Hasan avanzó una posición más y encaró al peón que venía hacia él. De pronto, el barullo circundante pareció aminorar y sólo el entrechocar de sus espadas y el grito espantado de ambos era todo el sonido que podía escuchar.

El cristiano atacó con furia y odio. Los ojos inyectados en borbotones de sangre. Las manos eran mareas y la espada silbaba el aire como un proyectil envenenado. Hasan esquivó el envite directo que le envió aquel peón y con un movimiento ágil de su muñeca, alcanzó la mano armada de su oponente y la cortó como una rebanada de pan. El soldado gritó aterrado, no tanto por la amputación sino porque, desarmado, se sintió muerto. De un salto, Hasan se situó a su espalda y antes de que aquél saliera de su estado de desorientación y aturdimiento, le agarró con fuerza del pelo y le degolló sin piedad. El soldado cayó al suelo entre estertores sanguinolentos que tiñeron de rojo el suelo del tablero.

Hasan le observaba, envuelta su mente en una bruma que se desbravaba entre adrenalina descorchada. No entendía lo que acababa de hacer. Se miró las palmas de las manos. Solo sabía que seguía vivo.

Hasaaan! ¡Cuidado!

El grito actuó como un resorte despejando su mente. Hasan reaccionó y viró su cuerpo completamente para observar como un alfil lanzaba su diagonal mortal hacia él. No iba a tener tiempo.

Una daga desguazó el viento e impactó certera en el cuello del alfil. Malherido, siguió avanzando unas posiciones, aproximándose amenazador hacia Hasan con manos temblorosas. Pero la herida le desangró con avidez y cayó muerto antes de rozarle.

Hasan levantó la vista y la cruzó con la de su amigo Abderramán. Hizo una reverencia que su amigo rechazó con un gesto. Le acababa de salvar la vida.

El combate se declaró de nuevo en tablas y los reyes ordenaron el repliegue de las tropas. Atrás quedaba un campo de batalla repleto de cadáveres esparcidos entre blanco y negro. Los soldados iniciaron un lento camino de regreso a casa con paso cansado y alma gastada.

Las últimas semanas las batallas habían sido encarnizadas, dejando innumerables bajas en ambos ejércitos. Se seguían firmando treguas a razón de tablas que desesperaban a los peones. Todos querían ganar la guerra, pero había un hartazgo generalizado por la longitud que estaba tomando la contienda. Tanto en un bando como en otro, los peones no querían más reemplazos. Deseaban volver a sus casas. Sin embargo, ningún rey estaba dispuesto a claudicar mientras quedaran peones dispuestos a cubrir las casillas que quedaban vacías en la primera línea de fuego. El ejército se regeneraba cada noche.

Aquella tarde, se celebraba un consejo de guerra en la jaima real. Los reyes se habían reunido con todo su estado mayor formado por los caballos, las torres y los alfiles. Planificaban, una vez más, la estrategia a seguir en la siguiente batalla.

En las proximidades, Hasan y Abderramán limpiaban y adecentaban sus armas y uniformes junto al resto de la tropa.  Sonidos de agua sucia y rechinar de sables se entremezclaban con los gritos que provenían de la jaima real. Los dos amigos se miraron y sonrieron malévolamente.

Hasan colgó su uniforme en las ramas de un árbol y apoyó su sable. Decidió refrescarse y se dispuso a lavarse los brazos y el pecho en un cubo de agua de fresca. Se quitó la camisa y el sudor de su cuerpo cristalizó al contacto con el aire. Hundió las manos en el agua y sintió como su frescor le relajaba. Poco a poco, frotó sus antebrazos y sus bíceps con el agua limpia y después, con ambas manos, la lanzó contra su cuerpo, mojándose el pelo.

Caminos de gotas caían por su pecho, surcando su marcado abdomen y perdiéndose en las comisuras de su pantalón, cuando la entrada de la jaima real se abrió y una Reina con rostro entre airado y aburrido salió al exterior y encaminó sus pasos hacia ellos.

Hasan sintió que el suelo se había agachado, reverencial.

- Decidme, soldado... – Inició la Reina, con voz tan tenue como un atardecer.

- Ma… Ma… ¿Majestad?  – Balbuceó Hasan. Tenía las manos petrificadas dentro del agua, como si ésta se hubiera congelado alrededor de ellas. El pelo le goteaba sobre el rostro, como el musgo que crece junto a las cascadas.

- Decidme, ¿por qué creéis que no se ha ganado hoy la guerra?

La belleza natural de la Reina anudó el cerebro de Hasán, ofuscándolo. Los ojos negros de ella se posaron en los oliváceos ojos de él. Una catarata de sensaciones se atolondró en el cuerpo de Hasán, que necesitó unos segundos para acorralar su alma alterada.

- Majestad, en mi humilde opinión – inició Hasan -, deberíamos haber aprovechado más las diagonales de los alfiles. Ha habido oportunidades y huecos en los que avanzar filas y poner en jaque al rey cristiano.

La Reina levantó los brazos al cielo, clemente.

- ¡Lo que yo decía! Hasta los soldados ven lo que el estado mayor niega… - Bajó la mirada y agregó – Gracias, podéis seguir con vuestros quehaceres. ¿Cómo os llamáis, soldado?

- Hasan…                                                           

La Reina sonrió y se dispuso a regresar, avanzando con paso cadencioso hacia la tienda cuando se detuvo un instante.

Giró su cuerpo perfecto a la llamada de los ojos que sabía que la buscaban.

Sus miradas se encontraron nuevamente. El mundo se detuvo para mirarlos. Las estrellas temieron caerse al sentirse crujir.

Nada hubiera importado.

La Reina esbozó una sonrisa amplia como el espacio y devolvió su cuerpo a su camino.

Hasán continuaba zancadilleando al mundo. La mirada, la atención, el pulso y el nervio sólo estaban pendientes de su caminar. Del modo en que el aire se apartaba para dejarla pasar.

- Hasán! Hasán! ¡Vuelve! – dijo entre risas Abderramán, atrapando sus pies flotadores y regresándole a la gravedad.

Se miraron y Abderramán afiló la mirada al advertir los pensamientos que corrían por la mente de su amigo, que se manifestaban claramente en el fondo de sus ojos.

- No puedes mirarla así, Hasán – agregó. – Está prohibido. Como te pillen las Torres acabarás en una celda.

Hasán inhaló hondo, tratando celoso de capturar todo el perfume de la Reina que aún suspendía en el ambiente.

- La amo – Contestó con una certeza que sorprendió a su amigo. Abderramán escrutó a su amigo con gesto crecientemente grave. Bajó la mirada y pulsó a su compañero:

- No sabes lo que dices…

- La amo – repitió Hasán tajante – y sé que ella me ama.

- Esa empresa es imposible, amigo mío. Entiendo que sientas el nacer de miles de flores en tu vientre y el amanecer de cien soles en tu pecho, pero las flores a veces tienen espinas y los soles queman. Ella es realeza y tu, un sirviente de tu rey. Olvídalo.

Hasán cogió su sable y un sonido metálico escaló en el aire. Observó su reflejo en la hoja, que titiló con los últimos rayos de sol que se apartaban en el horizonte. Miró a su amigo firme y dijo con rescoldos en la voz:

- Nada es imposible. El amor con ella no lo es. Su mirada me lo ha dicho.

Noches más tarde, una inquietante inquietud creciente danzaba en el aire y recorría las nucas de los soldados. Corría el rumor entre la infantería que la batalla de la jornada siguiente podría ser la que pusiera fin a la guerra.

Como cada noche, la música sonaba alrededor de la hoguera, pero las notas musicales irradiaban tensión. Miedo en clave de sol.

Miedo a perder. Miedo a perecer.

Sentado en su roca, ajeno a todo, absorto en imágenes, Hasan pensaba en ella. En su voz, en su caminar, en cada uno de sus gestos, en cada regalo de sus ojos. Entre las sombras de la noche, imaginaba su cuerpo, en el delicado moldeo de sus formas, en la adivinada turgencia de su cuerpo, en la sensualidad imaginada tras sus ropajes.

Hasán la amaba y la deseaba. Su amor por ella era tan creciente que temía que le fuera a desbordar. Sentía recelo ante la batalla del día siguiente. Por morir y perderla. Por morir y no llegar a tocarla ni tan siquiera una vez. Por morir sin saber lo que es besarla.

Abderramán se sentó a su lado con una jarra de vino en la mano.

- Los oficiales han hecho la vista gorda – dijo con sulfitos en la voz -. Prefieren un ejército borracho y temerario que sereno y temeroso.

Abderramán ofreció el vino a Hasán, pero éste declinó, poniendo su brazo afectuoso alrededor de su amigo.

- Hay algo que deberías saber – dijo Abderramán.

- ¿Qué ocurre? – preguntó con tensión Hasán.

Abderramán sostuvo la mirada y el silencio enrojecido, por el miedo y el alcohol, duró varias eternidades sucesivas.

- Corre un rumor – inició al fin – pero como rumor que es no se puede considerar una verdad…

- Diablos, cuéntame.

- … según ese rumor, nuestro rey ha pactado una rendición encubierta.

- ¿QUÉ?

- Nuestro rey tiene más miedo a morir que nosotros y todos los soldados cristianos juntos. Y el rey cristiano ha sabido sacar ventaja de eso.

- Y eso en qué se traduce.

- No te va a gustar… – el tono de voz de Abderramán se turbó.

- Por Alá todopoderoso, desembucha de una vez.

- El rey cristiano está enamorado de nuestra Reina. Quiere divorciarse de su esposa y casarse con ella. Propone así firmar la paz entre los pueblos. Y nuestro rey, que no la ama, que sólo se ama a sí mismo, habría aceptado el pacto. Habrían convertido a nuestra Reina en moneda de cambio.

La ira enrojeció el rostro de Hasán hasta hacer palidecer su alma.

- ¿Estás seguro de eso? – Inquirió.

- Ya te lo he dicho, es un rumor… – contestó Abderramán.

Hasán fijó la vista en el punto donde había imaginado que ella aparecía caminando hacia él.

- No lo permitiré – dijo con voz grave.

- Hasán, nosotros… - inició Abderramán.

- Escúchame bien, buen amigo – cortó Hasán -. No permitiré que mi Reina sea depreciada. No permitiré que desgracien su vida en brazos del rey cristiano. Jamás. No voy a dejar que eso ocurra. La amo y aunque nunca llegue a ser suyo, moriré por evitar semejante aberración.

- Hasán…

- ¡Abderramán, es Nuestra Reina! Ella siempre ha sido buena con nosotros y lo sabes. Nos ha querido, nos ha llorado y nos ha respetado. Nuestra obligación es morir por ella.

- Y por nuestro rey.

- Un rey que vende lo más preciado que tiene no es un rey. No es ni siquiera hombre. Prefiero morir por amor a morir por una figura de barro.

Su mirada letal rubricó sus palabras al agregar:


- Éste es el único ideal que tengo. Mi patria es mi corazón. Y mi corazón es Ella.