miércoles, 7 de agosto de 2013

Parking (Parte II)

El miedo explotó como terrones de azúcar, desgranándose, disolviéndose y pegándose a su cuerpo con tacto pegajoso. Un miedo vasto como el fondo del mar, oscuro y denso como brea, árido y fangoso como un pantano, atragantado como un bocado reseco. Emborronaba su mirada y nublaba la actividad de su mente, abandonada en un torrente de pánico creciente, atormentada, ensuciada, embrollada con cientos de latidos desbocados que huían y tropezaban con neuronas perturbadas. 
Quieta.
Agazapada, con las manos apoyadas en el suelo y la cabeza gacha, intentaba no mover ni un solo músculo pero el temblor de su cuerpo aleteaba en el aire circundante. Temía que eso bastara para delatarla. 
Tenía los ojos abiertos como pozas, respiraba dificultosamente por la boca entreabierta y su piel transpiraba mareas que enturbiaban su cuerpo. Una punzada eléctrica circundó su cabeza y la hizo gemir mentalmente de dolor. 
Levantó la vista hacia la nada y escaneó la negrura en busca de un movimiento, intentando ver algo, conjeturando la posibilidad de un ataque, anticipando un impacto, intuyendo un sufrimiento. 
Nada sabía sobre lo que tenía en frente. Qué era. Cómo era. Por qué estaba ahí. Qué quería. Si era humano o criatura; si era un juego o una caza; si era observada o presa; si era hostil o inocuo; si se iría o se acercaría. No podía saber si estaba cerca o lejos, si como ella intuía o si realmente la veía. 
Sólo sabía que, aún en la más absoluta oscuridad, estaba totalmente expuesta. 
No tenía opción. Estaba completamente desarmada y desorientada. 
No habían escondites ni posibilidad de encontrarlos. No podía moverse ni correr ante el miedo de chocar directamente con Aquello, de lanzarse directamente a sus fauces. 
Lo único que le quedaba era esperar y tensar los músculos.
El silencio bombeaba estrépito hacia cada rincón. Nada se oía. Nada se movía. No sabía que podía hacer.
Lentamente, se incorporó sobre sus rodillas e intentó ponerse en pie. Tendría más capacidad de reacción que en aquella incómoda postura que empezaba a hormiguear sus piernas. Poco a poco, su cuerpo recuperó la postura bípida. Respiró hondo y notó que sus músculos bajaban.
Dio un paso hacia adelante cargado de sigilo y con un peso enorme en el zapato, sintiendo en ese instante un hálito extraño en la nuca. Una respiración constante, frenéticamente acompasada, cargada de furia, templaba su piel. La presencia se había instalado justo a su espalda. Sentía que la tenía tan cerca que si movía un solo dedo, podía tocarla. No se atrevió a hacerlo. Sus instintos le decían que Aquello, era grande y poderoso. Que en lo que durara un suspiro, podría destrozarla.
¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo le había dado alcance? ¿Cómo había podido aproximarse hasta ella sin tan siquiera oír nada? ¿Qué podía hacer? ¿Tenía alguna posibilidad o estaba perdida?
Estaba petrificada, y en su interior temblaba como una hoja.
Aquello, si tenía ojos, debía estar observándola fijamente, con la boca entreabierta, con tensión en sus posibles movimientos, con ansiedad en el rumor de sus pulmones. Próximo, tan próximo que sin tocarla podía asfixiarla. A milímetros de distancia. Tan pegado a ella que la escapatoria era una quimera.
Entonces, lo oyó gruñir.
Era un sonido extraño, apagado y brusco. Hiriente como una laceración. Mordiente como un espacio vacío bajo los pies. Peligroso como un encuentro.
Más que un gruñido, era como un rechinar de dientes. Eso era. Los maxilares apretados, rumiando sin parar, unido a un gorjeo seco y cadente.
El rechinar de dientes se hizo más intenso y más frecuente. Como si se estuviera preparando para el ataque.
Y entonces, sucedió algo que empapó su cuerpo.
Otro rechinar de dientes se inició justo enfrente de ella. A escasos centímetros de su nariz.
Otro a su izquierda, junto a su hombro, a la distancia de un folio.
Se inició otro, justo al lado, entre éste y el gruñido de la espalda.
Otros dos a cada lado del rumiar que tenía enfrente.
Y uno más comenzó a escucharse a su derecha.
Estaba completamente rodeada.
De pronto, el rechinar de dientes se extendió por el parking. Detrás de cada uno se iniciaba otro.
Y otro.
Y otro.
Y todos y cada uno se escuchaban inmediatamente detrás del anterior. Pegados unos a otros. Una vasta población de gruñidos la rodeaban e inundaban el parking como marea alta.
Los tenía tan cerca que se sentía aprisionada. Envuelta por ellos.
Aislada.
Se sintió enterrada de pie.
No podía respirar.
No podía mover un solo músculo sin chocar con Aquellos que la rodeaban.
Irremediablemente, perdida entre fauces rechinantes, se echó a llorar. Un sollozo callado y lento que se fundía entre la algarabía de aquellos seres.
Anticipó el momento del primer mordisco.
Y en aquel instante, justo en aquel instante, en un segundo previo, en un eterno microinstante, las luces de emergencia del parking titilaron.
Un frenético rumor a zapatillas arrastradas se inició bajo el auspicio de un gramo de luz. Le pareció ver algo, unas sombras, una especie de formas semihumanoides corretear en ordenada formación.
Pero no estaba segura.
De repente, los fluorescentes de todo el parking carraspearon y uno detrás de otro se fueron encendiendo, iluminando por momentos el garaje.
Sus ojos, inyectados en nervios, necesitaron su tiempo para acostumbrarse de nuevo a la luz.
Estaba sola.
Completamente sola.
Miró hacia un lado y hacia otro, buscando algo, pero no divisó a nadie ni a nada.
No había rastros. Nada.
Vio su coche, justo enfrente.
Intentó dar un paso hacia delante con el pie derecho y topó con algo.
Bajó la vista, alarmada.
Era su móvil.
Estaba ahí, a un escaso centímetro de su pie.
Se agachó a recogerlo.
Antes de que pudiera tocarlo, empezó a vibrar.
Una alarma. La cita de hoy.
En el suelo, aquella vibración producía un sonido extraño.
Parecía... sólo parecía...  un rechinar de dientes.