martes, 15 de octubre de 2013

Esto de estar en el paro

Ayer participé en una actividad de Barcelona Activa. Una de esas cápsulas para conocerse mejor y obtener estrategias para salir cuanto antes de este atolladero. En estas sesiones, siempre hay un momento de terapia social, en el que los participantes de la sesión dejan ir su angustia y entre todos se llega a la conclusión que lo que uno vive, el otro lo lleva igual o peor. 
Todo el mundo en estas circunstancias adolece del mismo sentimiento de frustración, de desesperación y de incertidumbre. Sentimientos que tienes al ver que las oportunidades no salen, que el tiempo pasa y que no ves cuando narices vas a volver a tener la oportunidad de demostrar lo que realmente vales. 
A esto se suma esa especie de estigma que llevamos los que ya empezamos a ser parados con muchos meses a nuestras espaldas. Estigma que se traduce en que cuantos más meses pasan, más inútil y desenchufado te sientes. En que a veces te encuentras personas que al saber que sigues en el paro te miran con cara de "¿Todavíaaa?", como si a ver si no va a ser el mercado o las oportunidades sino tu que eres tonto. 
Y de tonto no tengo un pelo.
Lo de estar en el paro es como tener depresión: Quien no lo ha padecido no puede hacerse a la idea de lo que es. 
Sin embargo, de la sesión me llevé un par de momentos importantes. En uno de ellos, la formadora nos animó a no sentirnos mal por estar en el paro. ¿Orgulloso de estarlo? ¿Y por qué no? Esto pasará como pasan las tormentas y de cada momento de la vida se aprende, se lleva y se supera. ¿Me toca vivirlo? Pues lo vivo y en paz! Sí, es un problema y te llena de problemas, te limita y te deja suspendido en el aire por no sabes cuánto tiempo. Pero, como dice un amigo, "no olvides que todo problema es una oportunidad". 
Otro interesante momento fue cuando alguien dijo: 
"La gente se esfuerza por presentarse por lo que hace, no por lo que es. Cuantas veces te encuentras con personas que te dan la mano y dicen "Hola, Soy María y soy Psicóloga." o "Soy Pepe y soy Técnico Informático". No, perdona, eso es a lo que te dedicas ahora. Tu ocupación actual, que mañana puede ser otra. Que mañana, puede que no sea. Pero ese no eres tu. Tu eres la persona que hay detrás."
Puede que esto sea algo sencillo y evidente, pero es verdad. Uno vale por lo que ES y no por aquello a lo que se dedica.
Ambas cosas me decidieron a escribir, por primera vez, un post sobre esto de estar en el paro.  
Primero, porque no me tengo que esconder ni sentirme mal porque siga estando en esta situación. Como todo en la vida, es una circunstancia y las circunstancias nunca llegan para quedarse. Sí, la verdad es que me gustaría que ya se hubiera largado hace tiempo, pero arrinconándome y compadeciéndome no voy a conseguir nada. Sé que cada día, en cada empeño, en cada paso que doy, está más cerca dejar atrás esta etapa. 
Pero además, lo realmente positivo de este periodo es que he aprendido a conocerme como creo que no me había conocido antes. En etapas así, en las que todo a tu alrededor se detiene, la catarsis interna es de tal calibre que te salen las crisálidas por cada poro de la piel. Deseo con todas mis fuerzas no equivocarme en mis pronósticos, pero creo que después de esta etapa, no voy a ser el mismo en mi vida. Me estoy construyendo a mejor. 
Y cuando digo esto no me refiero exclusivamente en lo profesional. Evidentemente, ocupo mi tiempo en formarme, en aprender cosas nuevas, en reciclar las anteriores, en abrir caminos y opciones nuevas, en pensar como prepararme para los cambios constantes que existen ahí fuera. Profesionalmente, conozco mi valía, mi talento innato que va más allá de mi experiencia. Soy un todo-terreno con espíritu urbanita y con miradas de futuro. Dime qué quieres que haga y sé que lo haré. Dime qué tengo que aprender y sé que lo aprenderé. Dime a donde quieres que vaya e iré. No quiero parecer pedante, simplemente estoy orgulloso de mi.
Sobre todo, me refiero a que, en lo personal, me he puesto a prueba y he salido airoso de ello. La vida no para de darme bandazos, pero me niego a rendirme ante ellos. 
Durante todo este tiempo he aprendido muchísimo. Como ser humano. 
He aprendido a observar, a entender y a valorar. He aprendido a saber qué es lo que más me importa de todo lo que me rodea. He aprendido a quererme y respetarme como persona. He aprendido a querer a raudales, sin miedo y sin medida. He aprendido a creer en las personas. He aprendido que soy generoso y paciente. He aprendido que ayudar es la mayor recompensa. He aprendido a ser más tranquilo. He aprendido a adaptarme. He aprendido que tengo unas cualidades que hasta ahora no me había visto. He aprendido a defender lo que parecía imposible. He aprendido que no todo es exacto. He aprendido que hay formas diferentes de hacer las cosas. He aprendido que no todo está tan mal. 
Y he descubierto la maravilla donde antes tenía temores. 
He madurado y he madurado mucho. Ahora no temo ni a mi edad ni a mi momento. Ahora sé lo que quiero para el resto de mi vida. Ahora sé que puedo hacerlo y que puedo serlo. Ahora entiendo lo que puedo esperar y lo que no. Ahora entiendo muchas cosas que antes no entendía. Ahora tengo aspiraciones que antes no contemplaba. 
Y ahora sé que cada día es una victoria. 
Niego el fracaso como opción de vida. Caerse abre un nuevo camino para llegar a la cumbre. Y si no llego por la cara norte, llegaré por la cara sur. Pero llegaré.
Como decía mi amigo, quiero pasar de lo que dirán a lo que digo yo. De lo que piensan de mi, a lo que pienso yo. Quiero crear para ser libre, para ser realmente yo. Porque sólo cuando eres tu, puedes cambiar.
Sí, estoy muy orgulloso de ser quien soy, como soy y de cómo me van las cosas. 
En mi vida y en mi futuro, me repito esta frase como un mantra: 
Lo voy a conseguir.

martes, 1 de octubre de 2013

Lo que te sostiene

Todo en la vida cambia y evoluciona. Si ponemos empeño, cambia hacia caminos que podemos desear, planear o prever. Pero también hacia senderos que nos sorprenderán por imprevistos. Nada se está lo suficientemente quieto. 
En ocasiones, nos gustaría que las cosas no se movieran de donde están. Se convirtieran en instantáneas fijas. O quizás, en vídeos reproducidos en bucle. Porque nos sentimos bien viviendo en ellos. No queremos que nada cambie. Son esos momentos que hemos logrado conquistar. 
Pero la vida cambia y las circunstancias más. Y pobres de ellas que no lo hagan. Todo cambia y en la fuerza natural que está en cada uno de nosotros, existe el modo de paliar el daño que nos produce que una circunstancia que no nos gusta se decida a apedrearnos. 
La vida es esto. 
Obviamente, la vida tiene muchas otras cosas que no forman parte del objeto de esta entrada de blog. Pero la vida, innegablemente, es adaptación y superación del cambio. 
Nosotros decidimos cómo tomamos nuestras decisiones, con el mejor conocimiento que tenemos sobre nosotros mismos. Es así. Somos nuestro dios y nuestro demonio, nuestro fiscal y nuestro defensor, nuestro mayor apoyo y nuestro peor impedimento. 
Pero creo que solos, solos, lo que se dice solos no podemos enfrentarnos a nada nunca. 
Todos tenemos alguien o algo en qué sostenernos. Puede que sea algo pequeño y fugaz, como la sonrisa de tu hijo, la llamada de un hermano, el chiste de un amigo, un whatsapp de grupo, una escapada a la montaña, la sonrisa que te provoca quien sabe provocarte, una caricia de tu pareja. En fin, miles y miles de cosas. Puede ser algo o puede ser la combinación de muchas. 
En mi caso, lo que me sostiene es el amor incondicional  de las personas que me rodean y que me aman sin medida. Y con "sin medida" me refiero a que la única condición que me ponen es que les enseñe quien soy de verdad. 
Así que lo único que puedo hacer y me propongo hacer es devolvérselo con la misma intensidad. Y eso me da la paz. 
Me he convertido en un coleccionista de gestos. De esos gestos con los que eres obsequiado sin pedir nada a cambio. De esos gestos, que te hacen creer que la única maldad humana es la que se ve por el televisor. Gestos de las personas que te ofrecen quienes son para darte cobijo. 
A veces la gente me tiene por una persona fría, callada, reservada, distante, tímida e impasible. Como si viviera escondido en un témpano de hielo. 
Quizá no saben, que tengo una cámara fotográfica por alma y que, por recovecos de mi mente, guardo álbumes enteros de fotos, con momentos e instantes en los que un gesto, por pequeño que sea, me ha llenado el corazón. Y esa alma fotográfica ama con ardor a todos aquellos que me aman. Si llegué a ser un hombre de hielo, hace tiempo que me descongelé.
Los que me quieren es lo más valioso que tengo y es lo que me sostiene. 
Creo que cada uno tiene que encontrar aquello que le mantiene en pie. Cada cual sabrá que es, pero sí creo que en todos los casos se debe cumplir una condición: Lo que te sostiene vive en el presente y es futuro. Nada que haya quedado en el pasado puede sostenerte ya. 
Lo que te sostiene te da la fuerza que necesitas y que, unida a la tuya propia, te impide caer y te hace indestructible. 
Lo que te sostiene te abraza.
Estos  días he recibido muchos abrazos físicos, virtuales, mentales, por mensaje, de voz. A todos los que estáis ahí, que sepáis que estáis en mi álbum de fotos. 
Y he visto abrazos por todas partes, por las calles, pintados, garabateados, en imágenes, en vídeos musicales. 
De éstos últimos me quedo con éste, que expresa perfectamente lo que os quiero transmitir.
Dibujo de Ricardo Siri Liniers



miércoles, 7 de agosto de 2013

Parking (Parte II)

El miedo explotó como terrones de azúcar, desgranándose, disolviéndose y pegándose a su cuerpo con tacto pegajoso. Un miedo vasto como el fondo del mar, oscuro y denso como brea, árido y fangoso como un pantano, atragantado como un bocado reseco. Emborronaba su mirada y nublaba la actividad de su mente, abandonada en un torrente de pánico creciente, atormentada, ensuciada, embrollada con cientos de latidos desbocados que huían y tropezaban con neuronas perturbadas. 
Quieta.
Agazapada, con las manos apoyadas en el suelo y la cabeza gacha, intentaba no mover ni un solo músculo pero el temblor de su cuerpo aleteaba en el aire circundante. Temía que eso bastara para delatarla. 
Tenía los ojos abiertos como pozas, respiraba dificultosamente por la boca entreabierta y su piel transpiraba mareas que enturbiaban su cuerpo. Una punzada eléctrica circundó su cabeza y la hizo gemir mentalmente de dolor. 
Levantó la vista hacia la nada y escaneó la negrura en busca de un movimiento, intentando ver algo, conjeturando la posibilidad de un ataque, anticipando un impacto, intuyendo un sufrimiento. 
Nada sabía sobre lo que tenía en frente. Qué era. Cómo era. Por qué estaba ahí. Qué quería. Si era humano o criatura; si era un juego o una caza; si era observada o presa; si era hostil o inocuo; si se iría o se acercaría. No podía saber si estaba cerca o lejos, si como ella intuía o si realmente la veía. 
Sólo sabía que, aún en la más absoluta oscuridad, estaba totalmente expuesta. 
No tenía opción. Estaba completamente desarmada y desorientada. 
No habían escondites ni posibilidad de encontrarlos. No podía moverse ni correr ante el miedo de chocar directamente con Aquello, de lanzarse directamente a sus fauces. 
Lo único que le quedaba era esperar y tensar los músculos.
El silencio bombeaba estrépito hacia cada rincón. Nada se oía. Nada se movía. No sabía que podía hacer.
Lentamente, se incorporó sobre sus rodillas e intentó ponerse en pie. Tendría más capacidad de reacción que en aquella incómoda postura que empezaba a hormiguear sus piernas. Poco a poco, su cuerpo recuperó la postura bípida. Respiró hondo y notó que sus músculos bajaban.
Dio un paso hacia adelante cargado de sigilo y con un peso enorme en el zapato, sintiendo en ese instante un hálito extraño en la nuca. Una respiración constante, frenéticamente acompasada, cargada de furia, templaba su piel. La presencia se había instalado justo a su espalda. Sentía que la tenía tan cerca que si movía un solo dedo, podía tocarla. No se atrevió a hacerlo. Sus instintos le decían que Aquello, era grande y poderoso. Que en lo que durara un suspiro, podría destrozarla.
¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo le había dado alcance? ¿Cómo había podido aproximarse hasta ella sin tan siquiera oír nada? ¿Qué podía hacer? ¿Tenía alguna posibilidad o estaba perdida?
Estaba petrificada, y en su interior temblaba como una hoja.
Aquello, si tenía ojos, debía estar observándola fijamente, con la boca entreabierta, con tensión en sus posibles movimientos, con ansiedad en el rumor de sus pulmones. Próximo, tan próximo que sin tocarla podía asfixiarla. A milímetros de distancia. Tan pegado a ella que la escapatoria era una quimera.
Entonces, lo oyó gruñir.
Era un sonido extraño, apagado y brusco. Hiriente como una laceración. Mordiente como un espacio vacío bajo los pies. Peligroso como un encuentro.
Más que un gruñido, era como un rechinar de dientes. Eso era. Los maxilares apretados, rumiando sin parar, unido a un gorjeo seco y cadente.
El rechinar de dientes se hizo más intenso y más frecuente. Como si se estuviera preparando para el ataque.
Y entonces, sucedió algo que empapó su cuerpo.
Otro rechinar de dientes se inició justo enfrente de ella. A escasos centímetros de su nariz.
Otro a su izquierda, junto a su hombro, a la distancia de un folio.
Se inició otro, justo al lado, entre éste y el gruñido de la espalda.
Otros dos a cada lado del rumiar que tenía enfrente.
Y uno más comenzó a escucharse a su derecha.
Estaba completamente rodeada.
De pronto, el rechinar de dientes se extendió por el parking. Detrás de cada uno se iniciaba otro.
Y otro.
Y otro.
Y todos y cada uno se escuchaban inmediatamente detrás del anterior. Pegados unos a otros. Una vasta población de gruñidos la rodeaban e inundaban el parking como marea alta.
Los tenía tan cerca que se sentía aprisionada. Envuelta por ellos.
Aislada.
Se sintió enterrada de pie.
No podía respirar.
No podía mover un solo músculo sin chocar con Aquellos que la rodeaban.
Irremediablemente, perdida entre fauces rechinantes, se echó a llorar. Un sollozo callado y lento que se fundía entre la algarabía de aquellos seres.
Anticipó el momento del primer mordisco.
Y en aquel instante, justo en aquel instante, en un segundo previo, en un eterno microinstante, las luces de emergencia del parking titilaron.
Un frenético rumor a zapatillas arrastradas se inició bajo el auspicio de un gramo de luz. Le pareció ver algo, unas sombras, una especie de formas semihumanoides corretear en ordenada formación.
Pero no estaba segura.
De repente, los fluorescentes de todo el parking carraspearon y uno detrás de otro se fueron encendiendo, iluminando por momentos el garaje.
Sus ojos, inyectados en nervios, necesitaron su tiempo para acostumbrarse de nuevo a la luz.
Estaba sola.
Completamente sola.
Miró hacia un lado y hacia otro, buscando algo, pero no divisó a nadie ni a nada.
No había rastros. Nada.
Vio su coche, justo enfrente.
Intentó dar un paso hacia delante con el pie derecho y topó con algo.
Bajó la vista, alarmada.
Era su móvil.
Estaba ahí, a un escaso centímetro de su pie.
Se agachó a recogerlo.
Antes de que pudiera tocarlo, empezó a vibrar.
Una alarma. La cita de hoy.
En el suelo, aquella vibración producía un sonido extraño.
Parecía... sólo parecía...  un rechinar de dientes.

viernes, 21 de junio de 2013

Parking (Parte I)

Como cada mañana, cruzó el umbral, se dio media vuelta e introdujo la llave en la cerradura. Ajustó la puerta en el marco y dio dos vueltas para que su casa quedara sellada. Encaminó sus pasos hacia el ascensor, con sosiego en el andar y altanería en los movimientos de su cuerpo. Presagiaba que el día iba a salir bien. Pulsó el botón de llamada y esperó pacientemente hasta que el alargado vidrio del centro de la puerta del ascensor se fuera iluminando desde abajo hacia arriba. Entró y pulsó el botón correspondiente a la segunda planta del parking. 
Durante el trayecto de descenso, repasó mentalmente sus planes para ese día. El trabajo que el día anterior había quedado a medias, el par de llamadas que tenía que hacer, la comida con su amiga, la reunión de primera hora de la tarde, la cita a la salida del trabajo. El ascensor se detuvo bruscamente y las puertas interiores le dijeron que ya podía salir. Abrió la puerta y cruzó el pasillo hasta el cortafuegos que daba acceso a la zona de aparcamiento. 
Sus pasos resonaban en aquel silencio eléctrico, mutilado por los cebadores de los fluorescentes que no paraban de crujir. La iluminación era sobria, debido a que alguna de las lámparas había agotado su ciclo y titilaba agonizante. 
Levantó la mirada y vio su coche justo enfrente. A escasos metros. 
De golpe, se hizo oscuridad. 
La luz desapareció y la negrura invadió el espacio por completo. Una noche negra y espesa como un túnel sin salida, como un pozo taponado, como estar en el medio del vacío más absoluto. No veía nada. No oía nada. Negro y silencio. 
Levantó la vista y buscó las luces de emergencia, pero tampoco funcionaban. 
Respiró hondo e intentó calmarse. No había problema, tenía el coche justo enfrente. Era lo último que había visto antes de que se fuera la luz. Sólo tenía que seguir recto y lo encontraría. Se decidió a dar un paso y eso  tranquilizó sus nervios un poco.
Avanzó y avanzó entre la densa oscuridad. Lo hacía con cautela, con paso lento y cuidadoso, pensando que en cualquier momento iba a darse en las rodillas con el frontal de su coche. Los brazos extendidos hacia delante, buscando el vehículo o cualquier objeto o columna con los que pudiera topar. Podía hacerse daño, así que tenía que ir con calma y cuidado. 
Los segundos pasaron y se convirtieron en minutos, los pasos se multiplicaron y la distancia se hacía extrañamente lejana. Las manos tanteaban el espacio en busca que un objetivo que no se materializaba, de un coche que ya debería estar ahí. 
De repente, sus dedos tocaron algo rugoso y frío. Se separó con sobrecogimiento en el cuerpo. Respiró un momento y volvió a levantar las manos para palpar. Pronto se dio cuenta. Era la pared. 
El coche no estaba ahí. 
No podía ser. Estaba. Sabía que tenía que estar. Había seguido una línea recta. Seguro. Segurísimo. Una línea recta. No había desviado el paso, ni había girado, ni torcido, ni trazado diagonal alguna. 
¿O quizá sí? 
¿Y si se había desviado? ¿Hacia donde? ¿Hacia la derecha? ¿Se había despistado? ¿Pensando en algo? ¿En qué? ¿La izquierda? ¿Pero cómo podía haberse desorientado? 
Sopesó avanzar palpando hacia un lado, pero no tenía claro cual. El coche tenía que estar cerca. O el del vecino. Eso es. Alguno tenía que estar cerca. Avanzó hacia la izquierda con sensación sucia en las manos. Caminó y caminó, pero seguía sin encontrar nada. 
Se detuvo. Aquello no podía ser. 
¿Y si estaba caminando sin sentido? ¿Y si estaba en una zona de paso y no entre las plazas de parking? No podía seguir a tientas. Llevaba mucho rato así. Y la luz que seguía sin volver. 
Se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y buscó el móvil. Lo usaría como improvisada linterna. Esa era una buena idea. 
Pulsó un botón para iluminar la pantalla y lo desbloqueó para que estuviera encendido más rato. Por fin un poco de luz. Levantó el móvil para iluminar el lugar donde se hallaba y en ese momento, algo pasó a su lado, tan rápido como una exhalación, con tanta fuerza y fiereza que el móvil salió despedido y cayó al suelo varios pasos más allá. 
Su cuerpo se estremeció de tal modo que podría haberse congelado espontáneamente. 
Gritó y preguntó quién estaba ahí, pero no obtuvo respuesta. El silencio agrietó el eco de su voz y penetró de nuevo, como un fluido en el espacio circundante. 
Nada se movió. 
Nadie contestó. 
Intentó calmarse de nuevo. Quizá había sido una corriente de aire que, unida a sus nervios, le había asustado y convertido en alguien patoso.  
Sí, tenía que ser eso. Una corriente, idiota. 
Pero, ¿De donde? No había ventanas ni puertas abiertas.
Tenía que recuperar el control. 
Lentamente, se agachó y de cuclillas, palpó el suelo en busca de su móvil. Dirigió su avance hacia donde lo había oído caer, dando a sus movimientos el balanceo de un detector de metales.
De repente, lo oyó. 
Alguien o algo, estaba apartando su móvil lejos de su alcance. 
Ahora tenía la total seguridad. 
No estaba sola.

martes, 4 de junio de 2013

Per... fecciones

Depende de cuales sean las circunstancias de tu vida, levantarte por la mañana y planificarte el día puede ser harto complicado. Bueno, quizá complicado no, pero sí absurdamente estéril. Cuando nos planificamos el día, se nos olvida tener en cuenta factores caprichosamente influyentes como el tiempo, las posibilidades, las voluntades de los demás y sobre todo,  las ganas de uno mismo. 
Sentado ante el ordenador me doy cuenta muchas veces que la mañana se destila de manera implacable, que  cabizbaja bucea entre mis anhelos y mis temores y se abalanza sobre mi como un gato furibundo. Son esos días en que los objetivos imaginados se aplanan como el papel y se convierten en objetivos realistas que muchas veces se posponen. Tan claros y lacerantes como una espina de pescado entre los dientes. Se convierten en esas ocasiones en las que pasan las horas y te abruma la amarga sensación que provoca la insatisfacción. 
Hay circunstancias en la vida en que el tiempo es ese laxo capricho que se banaliza y se adormece y que, cuando se despierta sobresaltado, se siente perdido. 
Posponer debería catalogarse como sinónimo de Perder y emparentado con Perfección. Perder y Perfección, que empiezan igual, son palabras parejas que muchas veces caminan cogidas de la mano y se dan el lote cuando nadie las ve, escondidas entre los matorrales de los parques, en las lindes de los bosques o en las riberas de los ríos.
De las peores características que puede tener tu forma de ser es que vayas por ahí siendo un adicto a la perfección, porque entonces te pasas la mitad de tu tiempo perdiendo momentos como resultado de posponerlos. Amar la perfección es un rasgo afín al temor y cuanto más temor se tiene, menos se avanza. 
¿Existe el miedo a la perfección? Sí, pero quizá a pretender que todo lo sea constantemente. El deseo de perfección lleva a la autoexigencia, la autoexigencia al estress, el estress a la ansiedad y la ansiedad al caos. 
Uno tiene que entender que no todo siempre a a salir bien ni a la primera, puede que ni siquiera a la segunda y debemos aceptar que exista una tercera. Uno tiene que entender que el tiempo se va y que las ocasiones   se hacen vaho. 
Aceptar que existe un factor de riesgo que es inherente a la realidad humana, al hecho de hacer y no dejar de hacer. Ese factor de riesgo que no viene por pensar en peligro sino por pensar en arriesgar. 
Muchas veces me encuentro con ideas que volatilizan por mi mente, que anidan y se escapan como pajarillos migratorios. Hay que madurarlas sí, pero no en exceso porque, como las aves, cuando tienen capacidad de volar no vas a poder retenerlas. 
Tengo un tesoro tras la mirada y una duda entre los dedos. La lucha es constante entre el avanzar y el rumiar, entre el buscar el momento y el dejar que el momento se vaya, entre el redirigir las oportunidades hacia nuevos rumbos y el seguir creyendo que por la calle por la que transito llegarán todas. Sin embargo, todo apunta a que el norte ha cambiado de lugar. 
Paladeo este momento de catarsis con regustos de cambio y deseos de nuevas vistas. Creo que llega el momento de ser actor y asumir el riesgo. El momento de mirar hacia el espacio y conquistar galaxias nuevas. De construir mi patrimonio a base de venturas y desaciertos, de travesías y pantanos, de claves de sol y síncopas posibles, de todo lo que llevo dentro y sé que es bueno. 
El único temor es temer a temer. 
Eso y que no confíes en mi.  

martes, 19 de febrero de 2013

Seguir Adelante

Un día más te levantas y no sabes qué es lo que los demás tienen preparado para ti. 
¿Para ti? Sí, sí, para ti. ¿Nunca has pensado que hay ocasiones en las que parece que, mientras duermes, el mundo se afila la puntera de la bota con la que va a darte una nueva patada y esta vez, con más ahínco? 
Los malos se ponen todos de acuerdo, se reúnen con sus libretas negras y sus miradas afiladas, encerrados en salas desprovistas de escrúpulos, bajo la fría luz de una lámpara, a decidir qué van a no dejar tranquilo hoy. Debaten y deciden, convienen, montan y destruyen. Se hinchan como pavos mientras organizan tus minutos, tus días y hasta el ritmo de tu respiración. Te miran a los ojos sin verte y se sonríen pensando que, una vez más, tienen tu futuro en sus manos. Y cuando terminan, se aplauden entre ellos como si sus decisiones fuesen dogmas. 
Una vez más, te levantas pensando que pasará hoy. Pues déjame recordarte algo: 
Los pavos nunca aplauden la llegada de las Navidades, como dice el refrán. 
Hasta los malos tienen fecha de caducidad. Un día, se convierten en pedazos de pasado desmenuzados como pastillas de caldo. Son como esos baches que le han salido a la carretera de tanto usarla, como una cara desconocida en una esquina que acabas de girar, como un espacio vacío entre dos palabras, como el último borracho saliendo de un bar a la madrugada, como papel mojado, como tierra ensuciada por vertidos tóxicos, como una voz que nadie va a escuchar... No sirven para nada. 
Ten por seguro que un día, sus culos se encogerán tanto que colapsarán y al colapsarse deflagarán en un tremendo Big Bang. 
Y ya sabemos que con un Big Bang se inicia un universo. 
Tu Universo. 
Cada día, tu día te amanece para preguntarte cómo te vas a enfrentar a él. 
No te encojas de hombros ni rehuyas la mirada, porque el mayor reto que podemos plantearnos cada mañana al salir de la cama, es seguir adelante. 
Nadie dijo que fuera fácil, pero nadie dijo que dejaras de hacerlo.
El sol en la cara que calienta pero no quema, las tostadas con aceite del bueno, la mirada de "que bien que estés aquí", la canción que salta por si sola, las peleas que terminan en risas, las cosquillas en esos piececitos que te comerías, las palomitas que acaban bajo la butaca, los platos sin fregar, el final de un libro, la voz al otro lado del teléfono que te hace morir de risa, las manos que se encuentran bajo las sábanas, eso que sólo ella y tu sabéis, el chocolate después de cenar, quince besos seguidos que resuenan por toda una estación de tren, la bombilla que se vuelve a encender, cómo te ríes cuando te lo cuentan, que por fin quiera hablarte de lo que le pasa, despertarte y seguir en ese abrazo, el olor a sal en la piel, mirarte y con eso saberlo todo. 
No me digas si no compartes razones para seguir adelante. 
La razón por la que luchamos contras las adversidades es seguir disfrutando de las vivencias y felicidades que construyen nuestra vida. Ante todo y por encima de todo, somos lo que compartimos con los que nos quieren y a los que queremos. Somos lo que no nos arrebatan, aquello por lo que nos gusta dejar que el tiempo pase sin más, por lo que dar las gracias es un fenómeno espontáneo. Somos todo eso que contamos con orgullo. 
Decía el filosofo Epicteto que no nos afecta lo que nos sucede, sino lo que nos decimos que nos sucede. A veces es muy difícil ser impermeable a lo que pasa, a lo que te agrede y a lo que no termina nunca.  Pero también es cierto, que  debemos relativizar los hechos y pensar que, para nosotros, siempre habrá una salida mejor. Que no estamos solos y no nos enfrentamos a nada solos. Nadie está más sólo que aquel que cree que deja solos a los demás. Ese es el desperdicio para los malos. 
Cuando no sepamos como seguir adelante, la fortaleza está en pensar en lo que nos espera.
Y por mi parte, a ti lo que te espera es un abrazo.